Hambre Voraz

Foto por Diana Gómez

Sacia tu hambre

Por Madai Chávez Argott

Recuerdo bien unas vacaciones familiares, hace algunos años. Era medio día y los adultos fueron al centro del pueblo mientras a mis primos y a mí se nos fue el día revoloteando en la alberca. ¿Has tenido esa sensación en el estómago después de nadar por largo rato? Bueno, yo le llamo hambre voraz. 

Pasaron horas y los adultos no llegaban con las provisiones. El asunto se tornó desesperado; las caras comenzaron a perder la sonrisa, los cuerpos desfallecían y lo cierto es que nunca antes ni después consideré tan seriamente la posibilidad de comer el pasto del jardín. Los más pequeños fueron los primeros en perder la fuerza y quedarse dormidos y los grandes llorábamos angustiados. 

Finalmente llegaron con un banquete de leche y galletas que nos supieron a gloria; pero lo que más recuerdo es la vocecita anhelante del más pequeño cuando con sus ojos entrecerrados me dijo: «¿Me das lechita?» 

Suena gracioso, pero me pregunto cuántas veces hemos perdido la fuerza en nuestro espíritu por dejar de alimentarnos de toda palabra que sale de la boca del Señor. La falta de comida provoca dolor de estómago, pero la falta de intimidad con Dios ¡provoca dolor en el corazón! Visto así, el hambre espiritual es una bendición. Malo sería dejar de sentirla… y peor aún, ¡dejar de comer!

«Como el ciervo brama por las corrientes de las aguas, Así clama por ti, oh Dios, el alma mía. Mi alma tiene sed de Dios, del Dios vivo» (Salmo 42, versículos 1 y 2).

Tomado de la revista Prisma 42-2

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