El violín de Arturo
Su dulce melodía llegó a mis oídos
Por Tomás Tejeda
Un violín se escuchó en una transitada calle de Veracruz, confundiéndose con los molestos ruidos de autos y gritos de personas que deambulaban por ahí.
Su dulce melodía llegó a mis oídos. La procedencia era desconocida hasta que mis ojos buscaron en el suelo. Ahí estaba él. No un flamante músico, pero sí un virtuoso del violín. Su ropa estaba sucia, desgastada, vieja como él. Su mirada feliz, a pesar de representar a todos los indigentes de la tierra que vagan por el mundo en busca de un mendrugo de pan, en espera de la misericordia de sus semejantes.
La escena hubiera pasado desapercibida para mí, de no ser porque me fijé en el instrumento que con tanta maestría manejaba entre sus dedos. Era un violín, sí, mas no como el que se imagina el lector. Dos pedazos de madera podrida, cuerdas de hilo de pescar, latas de refrescos y cervezas abolladas y demás desperdicios lo formaban. Un fragmento torcido de rama de árbol, con otro de hilo, le daba vida a las únicas dos cuerdas que se notaban en el extraño arco.
Arturo Morales, el simpático concertista de más de 50 años, movía diestramente sus dedos para regalar una sonrisa a los indiferentes transeúntes del bello puerto jarocho, a cambio de algunas monedas que les sobraran y le dieran tranquilidad por ese día.
Fue increíble, pero por unos momentos olvidé las preocupaciones de mi trabajo y me encontré de pronto sosteniendo una plática con él. Arturo me comentó que tocaba el violín desde los 17 años. No sabía leer o escribir y había construido su improvisado instrumento tres años atrás motivado por la necesidad y la carencia de trabajo y una educación para salir adelante. La plática duró escasos minutos y luego de regalarle unos pesos, seguí mi camino. Pero algo quedó en mi alma.
—¿Qué es lo que quieres decirme, Padre mío?— oré rumbo a mi trabajo. Unas horas después recordé: No sabe leer. ¿Quién le compartirá la Palabra de Dios? ¿Por qué no lo hice? ¿Acaso porque se trataba de un mendigo? Tal vez las monedas que le di callaron mi conciencia y bloquearon mi verdadera responsabilidad: Hablarle de Jesucristo y el amor de Dios. Compartir de las bendiciones que Dios le otorga a quienes aceptamos arrepentidos a su Hijo Jesucristo en nuestro corazón y decidimos seguirlo.
Pensando en ello, regresé al lugar pero ya era demasiado tarde. Arturo se había marchado. Solo quedaba el recuerdo de su sincera sonrisa y la agradable sensación de su música en mi interior. Perdí la oportunidad.
En la Biblia el apóstol Pablo le mandó a su discípulo Timoteo: «Te encarezco delante de Dios y del Señor Jesucristo, que juzgará a los vivos y a los muertos en su manifestación y en su reino, que prediques la palabra; que instes a tiempo y fuera de tiempo; redarguye, reprende, exhorta con toda paciencia y doctrina» (2 Timoteo 4:1-2). Ahora vive en mí esta verdad: Jesús prometió nunca dejarme y estar conmigo por siempre. Me manda compartir su Verdad con los de mi alrededor, sean o no conocidos. Ese es un privilegio que desperdicié con Arturo.
Tomado de la revista Prisma 42-5