El enojo escondido

La intención principal de sus furiosas palabras, es dañar

Por Felipe Güereña A.

El enojo abierto se muestra por la rabia expuesta en insultos y gritos. Las palabras brotan con el fin de lastimar y el furibundo se levanta a sí mismo como un gran sabio.  Emplea su ataque verbal para resolver muchos de sus conflictos.

Aunque tal persona se estime justa en sus acciones, está cegada por su odio y orgullo que lo hace incapaz de ver la realidad. La intención principal de sus furiosas palabras, es dañar. En este estado de descontrol emocional y de lengua suelta, pareciera que tuviera al mismo diablo como su consejero y compañero.

El enojo escondido tiene la misma meta que la ira descarada pero la persona habla con calma y aparente dominio propio. Sin embargo, sus dichos, hechos y pensamientos tratan de rebajar al prójimo, alzándose él como un sabelotodo.

Muchas veces se presenta como un buen amigo, digno de compartir mucha sabiduría. Cuando pide perdón, lo aprovecha como licencia para seguir en sus necedades. Piensa que como ya se humilló, esto le autoriza a proseguir como siempre.  No hay arrepentimiento en su vida ni en sus labios engañosos.

Si es casado, lo arruina todo con su ira y culpa a su pareja. Cuando le entregan los papeles de divorcio se enoja, sintiéndose inocente.  Si tiene empleados, se pregunta por qué lo abandonan.  Pero, no es obstinado con todos, a sus superiores y jefes les habla muy bien para no perder el trabajo.

Aprovecha cada oportunidad para humillar. Sus razonamientos están eclipsados por la ceguera de su arrogancia y el capricho de su orgullo.  Es incapaz de ver cualquier otra realidad, ebrio de su propia necedad.  Por lo general se viste con una sonrisa amable para ser percibido como buena persona.  Pero su calma es una paz mentirosa.  Es como la tranquilidad antes de la tormenta.

El remedio para estas personas es un nuevo nacimiento. Esto se logra al entregarse a Cristo, y reconocerlo como Salvador personal. Él murió en la cruz por nuestros pecados y se levantó de los muertos derrotando la tumba, el pecado y al diablo.  Este es el primer paso para despojarnos del  orgullo. Reconocer que sin Cristo, estamos perdidos.  El leer y seguir la Palabra de Dios cada día derrumba la terquedad y alimenta la humildad.

«Refrena tu enojo, abandona la ira; no te irrites, pues esto conduce  al mal» (Salmo capítulo 37, versículo 8), es un mandamiento de Dios, no una sugerencia. ¡Abajo la ira y arriba la mansedumbre!

Tomado de la revista Prisma 43-3, mayo-junio 2015

Anterior
Anterior

Orden en el hogar

Siguiente
Siguiente

El número siete