El concurso de la vida

Foto por Marian Ramsey

No tienes que demostrar nada, solo ser la mejor persona que puedas

Por Sally Isáis

El cielo amenazaba con nubes negras. Julieta las observaba como perdida, mientras se agarraba el brazo. Gotas grandes comenzaron a caer, primero lentas, luego más rápido y se mezclaron con las que brotaban de sus enormes ojos negros. Llegó a su casa, azotó la puerta y se echó al sillón.

—¿Por qué pasa siempre lo mismo? —se quejó July, como le decían sus amigas.

—No es justo, no se vale —repetía sin cesar. Estaba tan enojada, que hasta el hambre se le había ido.

—Es como si yo pensara que Anita es mejor que yo porque sus ojos son verdes.  O que es más inteligente porque es más alta. O que Roberto es tonto porque es moreno. O que Daniel es más rápido porque es hombre y yo soy mejor cocinera porque soy mujer.  Si yo quiero participar, qué importa que sea mujer. Deberían dejarme entrar al concurso.

La competencia estaba anunciada para el próximo viernes y Julieta sabía que podía ser del equipo ganador. Era creativa y hábil y aunque reconocía que no era tan fuerte como los niños, estaba segura de que podía hacer equipo con Alex, su compañero y amigo quien era fabuloso para reconocer y resolver problemas en el momento, marcando cuál era el camino a seguir, algo que a Julieta se le complicaba pues con los nervios, a veces le costaba decidir con rapidez. Además ella tenía el conocimiento que a él le faltaba y juntos, hacían un equipo que ella estaba segura sería ganador.

Pero solo podían entrar los niños. Las reglas no aceptaban un equipo mixto. Y ahora, para colmo se había caído de la patineta al llegar al tope y la bicicleta que la jalaba se siguió de largo arrastrándola.

Al llegar a casa, su mami asustada al verla tan golpeada, la regañó.

—¿Por qué insistes en hacer cosas locas?

—Es que me gusta la velocidad y además tengo buen balance y no me da miedo caerme. Lo peor que puede pasar es que me rompa algo. ¿No crees?

—No es solo eso, sino que parece que quieres demostrar que eres mejor que los niños. No estás contenta con quién eres —replicó su mami preocupada.

—No es eso mamita linda, pero no me gusta que solo por ser mujer no me dejen hacer cosas que sé que puedo. Los niños se burlan y algunos hasta me quieren pegar de coraje porque les gano. Dicen que las mujeres somos menos y que ellos mandan y que me aguante. Pero tú me has enseñado que valemos lo mismo, no importa nuestro sexo.

—Claro, hijita, tenemos el mismo valor que los hombres, pero esa batalla no se gana con golpes. ¿Cuándo has visto que tu papá me pegue?

—Nunca.  Mi papá jamás te levantaría la mano, aunque sé que el papá de Maricela, sí le pega a su esposa y muy feo. Me da mucho coraje, mamá, no se vale.

—Bueno Julieta (así la llamaba su mami cuando quería hacer énfasis especial en algo), es que cuando nos sentimos inferiores, respondemos con violencia.  Por eso es importante que sepas que vales lo mismo que los niños y que todos reconozcan que cada quién tiene talentos, capacidades y dones diferentes. Nos necesitamos unos a otros.

Los brazos de Graciela la rodearon con cariño y July recostó su cabeza sobre el regazo de su mamá.

—¿Sabes? No es que tu papá y yo siempre estemos de acuerdo en todo, pero mi opinión es igual de valiosa que la de él.  Y tampoco me has visto pegarle a él. Es imposible ponernos de acuerdo si están de por medio los puñetazos y somos tercos en nuestra propia opinión.

—Es que él te admira mucho. Incluso me dijo el otro día que eres más inteligente que él y que por eso te casaste con él.

—¡Qué buen detalle! ¡Me encanta que te haya dicho eso! Una cualidad que siempre he admirado en él, es que reconoce nuestras diferencias y sabe que hay cosas en las que yo soy mejor que él y otras en las que él es mejor que yo. Nos valoramos y nos ayudamos. Y nunca hemos permitido los golpes.

—Tú y yo —siguió Graciela— somos mujeres, pero diferentes. A ti te gusta correr, arriesgarte y mostrar tu valentía. A mí me gusta leer, pensar y mostrar mi destreza.  Así es con ellos, cada uno tiene características diferentes, pero no hace que uno sea más valioso que el otro.

—Pero mamá, no todos piensan como tú y además mienten. El otro día llegó la mamá de Maricela a la junta con el ojo todo morado y se veía que le dolía hasta caminar. Oí que dijo que se había caído de la escalera, pero yo sé que su esposo le pegó como otras veces.

—Tienes razón, no todos tenemos los mismos principios, pero lo importante es que tú sepas, que vales lo mismo que los demás. La Biblia nos enseña que todos debemos tener un concepto sano de nosotros mismos. Ni más ni menos. ¿Recuerdas que el otro día lo leímos en el libro de Romanos capítulo 12, versículo 3?

—Sí, pero no pensé que tenía que ver conmigo. ¡Ay mamá, tengo tanto que aprender!

—Así es hijita. Seguimos aprendiendo todos los días. También dice en la segunda carta de Pablo a Timoteo, capítulo 1, versículo 7, que «Dios no nos ha dado un espíritu de cobardía, sino de poder, de amor y de dominio propio».

—¿Qué quiere decir eso de dominio propio? Tal parece que la mayoría de la gente siempre quiere dominar a otros, no a sí mismos.

—Es por ejemplo que aunque tengas ganas de pegarle a alguien, no lo hagas. O aunque quieras insultar a alguien con tus palabras, lo evites. Implica entender y practicar que las cosas nunca se arreglan a golpes.

—Eso sí se me hace difícil. ¿No es más fácil demostrar que soy fuerte y les puedo ganar?

—Pues, sí. Probablemente sea más fácil, pero no mejor. No tienes que demostrar nada, solo ser la mejor persona que puedas. Dios te dio muchos talentos, confía en él y él te ayudará.

— Voy a pensarlo. Creo que tienes razón, pero debes saber que nadie piensa como tú. Eres medio anticuada, mami. Pero ¡te quiero mucho! Gracias por curarme.

—¿Sabes? Si quieres, mañana te acompaño a hablar con tu maestra para convencerla de que el mejor equipo lo forman Alex y tú.  Vas a ver que la convencemos. Ahora, a cenar y por favor ¡cuídate ese brazo!

La lluvia seguía cayendo, pero los ojos de July brillaron con nueva esperanza.

—¡Seguro que sí entro al concurso! —se dijo convencida—. Y no volveré a dejar que me peguen ni trataré de arreglar las cosas con golpes. Alex va a ponerse muy contento cuando le diga que sí puedo hacer equipo con él.

De pronto, el hambre la invadió y corrió a lavarse las manos para cenar. Todo iba a salir bien.

Tomado de la revista Prisma 43-3, mayo-junio 2015

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