A punto de rendirme

Foto por Phil Eager

¿Qué hizo esta mujer en ese momento?

Keila Ochoa Harris

Me sentía una madre ejemplar. Por causas de fuerza mayor, no pudimos asistir a la Iglesia ese domingo así que pensé que podríamos tener una pequeña reunión hogareña. Mi hijo se sentó en una silla; la bebé se mecía mientras dormitaba. Yo me dispuse a enseñarles la historia del buen samaritano. Incluso utilicé ayudas visuales que mi hijo apreció. 

Finalicé mi pequeño sermón con la enseñanza del día: «Debemos ayudarnos unos a otros». Insistí en el «no pegamos, ni golpeamos», pues con eso batallaba mi hijo en esos momentos. Oramos, cantamos y cerramos el «pequeño culto». 

En eso, giré el rostro y cuando me di vuelta, mi hijo levantó la mano y golpeó a su hermana. La niña lloró; yo grité. Mi hijo se llevó una reprimenda y un castigo. Entonces me tumbé sobre el sillón con expresión derrotada. Tanto esfuerzo por inculcarle una lección, de un modo casi sublime, para que en menos de un minuto él hiciera lo contrario. 

En ese instante me sentí con ganas de renunciar. La paternidad, me dije, era una misión imposible. ¿De qué servía que repitiera la misma enseñanza miles de veces si cada día —al parecer— se cometían las mismas faltas? El problema estaba en el corazón de mi hijo y su tendencia al mal, ¿o estaría en mi falta de aptitud como instructora?

Entonces esa suave voz que conozco tan bien penetró mi conciencia. 

«Tú eres Igual. Acabas de leer mi Palabra, y apenas la cierras cuando tienes un mal pensamiento… o dices una mentira… o guardas rencor contra tu hermano».

La voz me llevó al Antiguo Testamento y al «hijo más rebelde de la historia». La nación de Israel tuvo al Padre más perfecto a su lado. Recibió enseñanza personalizada, atención diaria y provisión de calidad. Israel contaba con todo, y lo perdió vez tras vez. 

Recién cesaba un juez de librarlos, el pueblo volvía al mal camino. No les bastaba con escuchar a un profeta, sino que requerían de dos o tres que repitieran las mismas advertencias de castigo. Recibieron todo tipo de correcciones: muertes, enfermedades, el exilio. Y aún hoy, ese hijo rebelde, continúa rechazando a su Padre. 

Pero a diferencia de mí, el Padre no se ha dado por vencido. No ha quitado el dedo del renglón, por decirlo de alguna manera. Dios sigue esperando a Israel. Dios sigue enviando sus bendiciones sobre su pueblo. Dios sigue instruyéndolos aún en su ignorancia. Dios sigue con su plan, y nada hará que desista de ello. 

Esa mañana estaba a punto de rendirme, pero el Padre me recordó cuántas veces él me ha esperado, me ha reprendido, me ha abrazado. No se ha dado por vencido aún cuando a ojos de muchos parezco “sin remedio”. Aún cuando para mí misma soy “un caso perdido”. 

Así que esa tarde volví a contar la historia del buen samaritano. Y así, día tras día repetí las mismas historias, enfaticé las mismas experiencias. Tal vez hoy ya no se trata de «no pegar», sino de «no mentir», y mañana será «no codiciar»,  y pasado mañana volveré al punto de «obedecer» u «obedecer de inmediato». Pero si Dios no se ha dado por vencido conmigo todos estos años, tampoco lo haré con mis hijos. 

¡Gracias a Dios por un Padre tan perfecto que aún espera a Israel con los brazos abiertos! A su tiempo, Israel volverá a Dios. A su tiempo, yo iré al abrazo del Padre. Y mi oración constante y persistente es que a su tiempo, mi hijo encuentre en Jesús a su Salvador. 

Tomado de la revista Prisma 42-4

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