Nada me llenaba

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A la ausencia de amor y protección ahora se añadía esta horrible experiencia

Por Rebeca Lizárraga R.  

Era la temporada navideña del año de 1980. El trabajo en el centro comercial se intensificaba y la salida de las cajeras era alrededor de las doce de la noche. Laura salió esperando encontrar a su esposo quién le había prometido recogerla. Pero no estaba. Una vez más fallaba a sus compromisos con ella.

Se acercó una patrulla con dos policías. Le preguntaron afablemente en qué podían ayudarla y de pronto con fuerza la subieron a la patrulla. Una colonia más adelante con violencia y agresiones abusaron de ella.

Perdió la noción del tiempo. Después, los dos policías la empujaron fuera de la patrulla y ella, sin saber cómo, se fue caminando hasta llegar a su casa. A la ausencia de amor y protección ahora se añadía esta horrible experiencia.

En el trayecto a su casa, que estaba en una colonia oscura y solitaria pensó en su familia. Su madre no la quería. Así se lo había dicho cuando apenas tenía 4 años. Recordó la agresión, amenazas y ofensas de su mamá a lo largo de toda su infancia y adolescencia.

Revivió la falta de amigas, cariño y afecto. Rememoró la distancia siempre provocada por su mamá entre ella, sus cuatro hermanos y su hermana. Recapituló la mala relación con su esposo que nunca se había hecho responsable de su familia: ni ahora con sus dos hijas, ni antes, cuando se casaron.

Lloró. Vivir así, con tanto desamor, soledad, dificultades y hasta agresiones de extraños, no valía la pena. Al entrar a casa encontró a su marido descansando, viendo la televisión, sin ninguna preocupación.

En esa caminata recordó otro largo llanto: cuando su papá habló con Daniel para que se casara con ella (puesto que estaba embarazada) y él se negó. Nadie la quería. Después tuvieron que casarse por la iglesia.  

Conoció a Daniel cuando ella estaba en la secundaria. Él iba todos los días a recoger a uno de sus hermanos y siempre buscaba platicar con ella. “A mí se me hizo lo máximo. No había tenido la oportunidad de platicar con nadie. Él era muy respetuoso, muy amable y me empezó a gustar. Unos meses después, un buen día me dijo que no entrara a la escuela y que nos fuéramos. En ese momento yo lo vi como un escape hacia un mundo de libertad, alegría y comprensión”.

Primero la llevó a la casa de su hermana Lilí. Ella lo regañó y le dijo que la regresara a su casa. Ya cerca de la casa de Laura, como a las 7 de la noche, él dijo: “Vámonos a Cuernavaca”. Llegaron allá a un hotel y a la mañana siguiente se regresaron a la casa de Laura.  Su papá estaba muy enojado y su mamá la esperaba con un cinturón para pegarle.

“Cuando una jovencita no tiene amor, comprensión y muestras de cariño en su casa, la embarga la soledad y tiende a buscar fuera lo que no recibe en su familia”, asegura Laura. “Así me sentía yo: con un gran vacío que no podía llenar. Pero al conocer a Daniel —casi 10 años mayor— y ver sus amables atenciones, su cuidado al escucharme y su aparente comprensión, me impresionó gratamente. Creí que era la respuesta a mis necesidades afectivas. Yo apenas tenía 14 años.

Puse toda mi confianza en un hombre, porque no conocía a Cristo. Cuán equivocada estaba yo en ese entonces. No era el hombre que quería formar una familia, ni un padre responsable del cuidado y la manutención de sus hijas y su esposa.

Cuando no conocemos a Cristo tomamos decisiones erróneas que traen consecuencias terribles para nosotros y para nuestros hijos”, dice Laura.

Laura ya con dos hijas, sin un apoyo firme de su esposo y distanciada de su familia, escuchó hablar de Jesús por la hermana de su esposo, Lilí. A medida que conocía a Jesucristo por el estudio de la Biblia fue desapareciendo su inseguridad. En su lugar vino una paz reconfortante.

En vez de sus temores y angustias, la llenó la confianza que también proviene de Dios. Entendió por fin que Jesús vino al mundo y dio su vida al morir por cada pecador, para que cualquiera que crea en Él y lo reciba en su corazón confiando, tenga vida eterna. Entonces Él llena ese gran vacío en la vida que nada puede satisfacer.

“Jesús cambió totalmente mi vida. Ya no sentía temor de estar sola. Él estaba conmigo. Mis papás me quitaron todo el apoyo. Me rechazaron por completo porque aparte de haber sido desobediente al casarme con Daniel tan chica y haberlos defraudado, yo representaba una afrenta para la familia, al ponerlos en vergüenza con todos sus amigos y conocidos.

Además, era una hereje, según el concepto de mi mamá, porque había recibido a Cristo en mi vida. Mis hermanos tampoco vieron con buenos ojos mi profundo cambio y mi asistencia a la iglesia cristiana todos los domingos.

Cristo cambió mi vida totalmente. Nací de nuevo y en Él encontré el amor y la paz que yo andaba buscando”.

Poco después Daniel se fue a Estados Unidos y Laura se quedó sola con sus dos hijas, pero ya no tenía ni soledad ni temor. Asistía los domingos a una congregación en el sur de la ciudad junto con su hija menor.

Con grandes esfuerzos pero con gozo pudo trabajar y estudiar hasta terminar una carrera y formar integralmente y con amor a sus dos hijas.

Hace seis años, cuando su papá iba a cumplir 80 años, Laura decidió acercarse a sus padres. Les pidió perdón por haberlos ofendido tanto, les habló de su arrepentimiento y les compartió del amor de Dios también para con ellos y de la salvación que tenemos en Jesucristo.

“Ya no se molestaron conmigo, pero me dijeron que no les hablara de mi religión, que ellos están bien con sus creencias. Ya podemos platicar sin enojarnos. Por otro lado mi hija mayor empieza a aceptar que le hable acerca de lo que Jesús ha hecho en nuestras vidas. 

Jesucristo nos lleva de su mano y yo confío en Él. Le doy gracias por su infinita misericordia, amor y guía”. 

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