El espanto de la soledad

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De las 24 horas del día, ocho dormía, siete estudiaba y nueve convivía con mis amigos que solamente planeaban embriagarse, adulterar y cometer atrocidades

Por Gabriel Rodríguez Rivas

Una fecha especial para mí, fue el día 12 de agosto de 1975. Desde muy temprano alisté mi ropa, una pluma y un lápiz; tenía que ir a presentar mi examen de admisión a la secundaria.

No podía creerlo: ¡había obtenido mi objetivo! Ese fue mi pensamiento al encontrar mi nombre días después en la lista de admitidos.

Comenzaron las clases el 3 de septiembre y de esa manera se inició una nueva etapa en mi vida.

En aquel tiempo yo no conocía lo que era un vicio, pero sí sabía lo que era estar solo. Mis padres, Faustino Rodríguez y María Rivas Escoto, un 30 de julio tuvieron a su último hijo varón (o sea yo), en una casucha a un lado de las vías ferroviarias en la estación de San Bartolo, Naucalpan, estado de México. Meses después ellos decidieron separarse, y desde ese momento comencé a sentir el rigor de la soledad, ya que mi madre no podía atender a siete hijos y al mismo tiempo trabajar para sostenerlos.

Agobiado por la soledad espiritual que sentía aquel primer año en la secundaria, comencé a buscar en mis amigos la compañía que necesitaba. Desafortunadamente encontré algo, pero no lo que buscaba; me vi rodeado de vicios y malas costumbres. No tardé mucho en aprender la vagancia, a fumar, robar y algunas otras “linduras” que llevaron a la directora del plantel a expulsarme.

“Caramba”, dije, “y ahora, ¿cómo voy a explicar esto a mamá?” Pero no fue difícil, ya que se encontraba tan ocupada que no le importaba dejar de gastar unos centavitos más.

Mis amigos de vagancia me apodaban “el oso fumarola”. Me imagino que era porque no podía dejar pasar tres horas sin fumar. Era tanto mi nerviosismo que llegó a mi cuerpo una enfermedad llamada psoriasis. Los médicos me decían: “Gabriel, tranquilízate”, pero dentro de mí meditaba: “¿Cómo voy a estar tranquilo si me siento solo y destruido?”.

Tardé seis meses en pasar esa triste etapa de mi vida. Por fin llegó una nueva oportunidad de ingresar a la secundaria; el esposo de una de mis hermanas era profesor y me consiguió un lugar para seguir estudiando.

Aquel primer día de clases pensé: “Parece que la vida me empieza a sonreír”. Pero no imaginaba la fila de problemas que me esperaba.

Bastaron solo dos meses para conocer en ese lugar a mis peores amigos de la vida y como era de esperarse, organizamos nuestro grupo de parrandas para los fines de semana. Estaba asombrado: tenía con quién emborracharme, pelearme y embrutecerme siempre. Pero no fue suficiente; comencé a consumir droga. Era una experiencia que me llevaba más allá de lo que podía hacer el vino en mi cuerpo.

Por ese tiempo me preguntaba: “¿Y mi familia? ¿Qué pensará de esto?”.

Les interesaba poco. No tenían tiempo de investigar lo que el hijo menor estaba llevando a cabo. Desgraciadamente todavía no terminaba la hilera de experiencias malas.

Ingresé a la banda de música estudiantil como saxofonista y me gané la gracia de pertenecer a un grupo de música tropical; aquí sí comenzaron mis dificultades. De las 24 horas del día, ocho dormía, siete estudiaba y nueve convivía con mis amigos que solamente planeaban embriagarse, adulterar, fornicar y cometer atrocidades.

Un sábado de enero de 1978, me di cuenta que iba a un paso muy acelerado. Me veía como un hombre de 30 años cuando solo contaba con escasos quince. Pero ahí, sentado en una banca del mercado donde mi madre vendía dulces, se acercó una de mis hermanas y comenzó a hablarme de algo que había encontrado y le había ayudado a obtener la paz y tranquilidad para su alma.

Me hablaba de Jesucristo y me explicaba de qué manera Dios la había transformado. En esos momentos vi dentro de mí, muy a lo lejos, una luz que brillaba.

El día siguiente era domingo y mi hermana me invitó a una reunión con los hermanos de su Iglesia. En medio de ellos, incrédulo, admirado de la manera en que cantaban y oraban, llegó el momento en que el pastor tomó la palabra y comenzó a exhortar a su Iglesia a una vida nueva y regenerada en Cristo Jesús. Me parecía que ese pastor sabía de qué manera estaba yo viviendo, porque hablaba acerca de cosas que yo practicaba.

Un momento después él invitó a todos aquellos que quisieran entregar su vida a Jesús y arrepentirse de sus pecados a pasar al frente. Me levanté y fui; no sabía por qué lo hacía pero estaba caminando hacia la regeneración de mi vida.

Caí de rodillas y comencé a llorar. Había encontrado la compañía que me hacía falta; había hallado a Jesús, mi Salvador.

Ahora Él me acompaña junto con mi esposa y mi hija a cualquier lugar que yo vaya. Dios cambió mi vida y me libertó de todos mis vicios. Y algo mejor: me libró del espanto de la soledad.

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