El gran cambio en mi familia

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Mi mamá sufría más que nosotros, pues mi padre llegaba borracho a casa y la golpeaba

Por Maribel Galindo Cruz

El gran cambio en mi familia y en mi vida ocurrió cuando yo tenía aproximadamente once años de edad y estudiaba el quinto año en la primaria.

Eramos cinco hijos, tres mujeres y dos hombres, mi padre y mi madre. Juntos componíamos un hogar como muchos otros: pobre, triste, sin rumbo, sin metas y por lo tanto, sin felicidad.

Mi papá era muy borracho por ese entonces. Comenzó sintiéndose muy religioso, tanto que tocaba en las misas de la iglesia de su pueblo (Concepción del Progreso, Oaxaca), y para hacerlo mejor tenía que tomarse algunas cervezas.

Un día se integró a una orquesta cabaretera y noctámbula; en esos días conoció a la que es mi mamá, y se casaron. Viviendo los primeros meses bien económicamente y matrimonialmente, parecía que las cosas iban a salir mejor.

Tiempo después él sintió la inquietud de ir a la Ciudad de México con el propósito de comprar su propio clarinete, ya que el que usaba era de la municipalidad donde tocaba.

Llegamos a la capital del país mi padre, mi madre y yo, que apenas tenía nueve meses de nacida.

Pasó el tiempo y lo único que él logró fue empedernirse más en el vicio hasta llegar el día en que se gastaba todo lo ganado sin quedarle algo para que comiéramos.

Mi mamá sufría más que nosotros, pues mi padre llegaba borracho a casa y la golpeaba terriblemente por falsedades que él mismo inventaba como pretexto. Temblábamos de miedo, sufriendo las consecuencias de esa vida.

La situación continuó así por varios meses. Mi padre, ya señalado como “el borrachito” por los habitantes de la colonia donde vivíamos, debía mucho dinero en cantinas y tiendas. Mi madre se hundía en su tristeza y desesperación, y nosotros no sabíamos qué pasaría al día siguiente.

Por aquel tiempo mi tía, una señora evangélica, comenzó a hablarnos de la Palabra de Dios. Decía a mi padre: “Tienes que aceptar a Jesucristo para que puedas dejar ese vicio”. Pero la respuesta era siempre la misma: “No hay Dios, ni Cristo en quien pueda yo poner mi confianza. Para mí, mi Dios son mis manos, porque si trabajo como, y si no, no como”.

Sin embargo, mi tía, teniendo la seguridad plena de que Dios contestaría su oración, no desfallecía en su intento de llevarnos a conocer a Cristo.

Fue el día 27 de diciembre de 1974 que mi padre se desesperó, pues se había terminado todo el dinero que en aquel año recibió como aguinaldo, utilidades y vacaciones. Además, seguía con fuertes deudas en tiendas y cantinas, y por lo mismo nadie le quería prestar algo.

Para ese entonces él había tratado por varios medios de dejar de tomar y restaurar nuestro hogar en vías de destrucción.

Meditando en estas cosas aquella vez él pensó: “Nada más me falta por probar una cosa, y aunque a la verdad no creo, es lo único que me queda: Cristo. Mi tía me lo ha dicho muchas veces, que Cristo es la respuesta”.

Se bajó de su cama y sin darse cuenta estaba llorando ante la presencia de Dios, arrepentido de todo lo que había hecho. Le dijo: “Cristo, por primera vez en mi vida estoy llorando ante tí; te pido que si de veras existes me quites este vicio que está acabando con mi vida y hogar, y hazme una persona diferente. Si tú lo haces yo hablaré y diré que eres la verdad que mucha gente busca”.

Bastaron esas palabras de sinceridad para que Dios obrara inmediatamente. Cristo salvó nuestro hogar, pues al cambiar a mi padre, cambió todo. Todos como familia aceptamos a Cristo en nuestro corazón.

En lo personal, Cristo vino a llenar el vacío que había en mi corazón. Vino a quitar el miedo al futuro y a darme el rumbo que no tenía. Ahora mi familia y yo no solo existimos, sino vivimos para Aquél que nos salvó. Nuestra meta es servirle y todo lo que hacemos es para su honra y gloria.

Antes, viviendo estábamos muertos en nuestro pecados, porque aunque gracias a Dios nunca me adentré en la maldad, lo peor es que no recibía a Cristo en mi corazón y muchas veces me preguntaba: “¿A qué vine al mundo? ¿A sufrir solamente porque mi padre es un borracho? ¿Mi madre lo dejará? ¿Tomará mi papá mañana? ¿Qué es la felicidad? ¿Acaso el dinero o las comodidades?".

Encontré que Cristo era la respuesta a mis dudas. Terminé la primaria y comencé a trabajar para ayudar a mi familia. Me sentía feliz y segura; Cristo me dio felicidad y propósito para vivir. Había pasado de muerte a vida, y vida eterna.

Al mismo tiempo que trabajaba estudiaba comercio. Dios me ha bendecido, me ha ayudado a salir adelante en todo lo que he emprendido, y en medio de pruebas y luchas que han venido puliendo mi vida, puedo decir con todo mi corazón: Hasta aquí me ayudó Jehová.

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