Totalmente cambiado, de un día para otro

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Julio se detuvo en la puerta. Luego, como impulsado por una fuerza extraña, se metió

Por Elisabeth F. de Isáis

¿Qué esperanza puede haber para una familia de cinco hijos, exageradamente pobre, si el papá se muere cuando todos son chicos? ¿Puede la mamá ganar suficiente dinero para mantener a todos esos niños, además de tener tiempo para enseñarles las cosas que deben saber?

Todavía más, ¿qué castigo dará Dios a un joven que acostumbraba tirar piedras a un templo y que entraba a burlarse de las oraciones que allí se elevaban al cielo? El fotógrafo Julio Javier Bedolla Rivera tiene las respuestas a todas estas preguntas, porque son el retrato de su vida.

Su papá murió cuando él tenía apenas once años de edad, el segundo de una familia de cinco niños. Su mamá tuvo que trabajar muy duro para sostenerlos, y al crecer Julio, ayudó en pequeñas labores, como por ejemplo, vendiendo los dulces que se hacían en el hogar.

La familia vivía entonces en la colonia Revolución de la Ciudad de México, al lado de un templo de la Iglesia Presbiteriana que la gente decía era un lugar donde se adoraba a Satanás. Los chicos de la vecindad se gozaban rompiendo sus vidrios y haciendo travesuras, riéndose de sus cultos y de su pastor, aunque de vez en cuando aceptaban dulces de aquella gente que a pesar de todo parecía buena y que nunca los reprendía por sus maldades.

La mamá de Julio era una mujer muy severa, que no le permitía a sus hijos libertades. Aun cuando Julio llegó a ser prácticamente el sostén de la familia, su mamá no lo dejaba llegar después de las 10 de la noche; si lo hacía, tenía que dormir en la calle. Ella luchó con toda la sabiduría que poseía, para formar a sus niños como personas decentes, rectas y trabajadoras como ella misma.

Pero poco a poco Julio empezó a frecuentar otra clase de amistades, cada vez peores, hasta que por fin conoció a un muchacho que abiertamente lo indujo al mal y que le enseñó muchas cosas que ni siquiera había imaginado. Las diversiones y las tremendas maldades cegaban al inocente joven; ya no razonaba ni entendía el daño que estaba haciendo a su propio cuerpo.

Su mamá lloraba de desesperación, pero a Julio no le importaba; él podía escoger su propio camino y su libre destino. Por lo menos así lo pensó.

Tal era el cuadro en el año de 1946, en la Semana Santa. Julio no tenía más de dieciocho años, pero cuando llegó a su casa por la tarde de aquel Domingo de Resurrección, parecía un hombre viejo, arruinado por el vicio. Estaba borracho. Quién iba a imaginar que ese día sería el principio de una nueva vida para Julio Bedolla, un rompimiento completo con el pasado, una revolución interior que cambiaría todo el rumbo de su futuro

Se acercó al humilde hogar, y de repente se dio cuenta de que en el templo de al lado había música, mucha gente cantando y expresando alegremente su amor a Dios. Durante años había oído los mismos cantos, pero ahora sintió algo diferente hacia la música de esos creyentes que se regocijaban porque su Redentor había resucitado de la tumba.

Julio se detuvo en la puerta. Luego, como impulsado por una fuerza extraña, se metió.

Terminaron los cantos y empezó a predicar un señor que Julio nunca había visto pero que parecía saber toda su vida. Detalle por detalle, retrataba su caso. Pero no solo eso, sino que insistía en que había esperanza y remedio para el más vil pecador.

Julio escuchaba con creciente emoción. Se dio cuenta ahora de su maldad; entendió definitivamente que lo que hacía era terrible a los ojos de Dios. Por fin empezó a llorar, un llanto que permitía que entrara el mismo Espíritu de Jesucristo en su corazón para darle perdón y un nuevo nacimiento.

Volvió a su casa y se durmió tranquilamente. Al otro día amaneció totalmente cambiado; de un día para otro.

Su pobre madre no podía comprender una transformación tan dramática. Confundida y temerosa, decía que era mejor tener un hijo borracho que evangélico. Pero unos años después, ella comprendió plenamente lo que le había pasado a Julio porque tuvo la misma experiencia. Cuando murió era una persona cambiada y feliz.

Desde el principio de su nueva vida en Cristo, Julio estudiaba la Biblia fervorosamente. Un anciano misionero le ayudaba con libros y consejos. Una noche invitó al joven a cenar, pero sorpresivamente no le ofreció más que leche y pan duro. El anciano explicó que si Julio quería seguir a Cristo quizá no tendría más alimento que aquellas cosas tan pobres, mientras que si buscaba el éxito en las cosas del mundo, podría obtener dinero y prosperidad.

Pero Julio adivinaba el verdadero éxito de aquella vida, que había sido dedicada al servicio de Dios durante tan largos años. La advertencia no le hizo desistir de su decisión de entregarse totalmente a Cristo.

Durante muchos años Julio viajó por la Sierra Veracruzana y Oaxaqueña predicando en los ranchos, en los pueblos y en dondequiera que la gente estaba dispuesta a prestarle oído. Sufrió peligros, persecuciones y pobreza. Su sueldo era únicamente de cincuenta pesos mensuales más cualquier cosa que sus oyentes quisieran compartirle.

Poco a poco Dios empezó a llamar a otros por medio del testimonio del joven evangelista. Y algo más: cuando aquellas sencillas personas aceptaban a Cristo, sus actitudes se transformaban, aun en el aspecto físico de su modo de vivir.

En lugar de dormir en el suelo, hacían camas, luego querían colchones, después ponían pisos en sus casitas y por fin construían casas nuevas de madera, de ladrillo o cemento. Todo se renovaba por causa de conocer a Cristo. Y Julio se gozaba.

En 1953 se casó con Ana María de Castro, de Veracruz, y en 1954 se inscribió en el Instituto Bíblico de la Iglesia de Dios del Evangelio Completo, con la que había trabajado durante largos años. Al terminar el curso, sirvió un tiempo como maestro, luego como director de Escuelas Dominicales en la República y como misionero.

Pero los hijos empezaron a llenar el hogar del joven matrimonio, y en 1959 el papá tomó la difícil decisión de combinar su servicio cristiano con un empleo secular, trabajando con la compañía Kodak durante quince años hasta poner su propio negocio, un estudio fotográfico.

Los Bedolla tuvieron siete hijos. Varios ayudaban en el negocio cuando no estaban en la escuela y todos fueron miembros de la Iglesia de las Asambleas de Dios, con la que el Sr. Bedolla colaboró desde 1964.

En el campo de la fotografía, Julio Bedolla obtuvo varios premios: dos primeros lugares con el Club Fotográfico de México, el primer lugar en 1961 en el concurso Imagen de México, seis de sus fotos exhibidas en Toronto, Canadá, durante el trigésimo sexto Salón Internacional de Fotografía Kodak.

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