El veracruzano que vivió 128 años

"Mi abuelo debió haber tenido menos de 100 años cuando conoció a Cristo. . ."

Por Aurora Montaigne Vda. de Vásquez

Mi abuelo, Tiburcio Duarte, nació en el año de 1826, en el Rancho de Los Mangos, a unos cuantos kilómetros de la ciudad de Veracruz. Vivió 128 años y murió a mediados de 1954.  Se casó tres veces, sus dos primeras esposas murieron de ancianidad, la última aún vivía cuando él falleció.

Él tenía un acervo de historietas concernientes a la época de la diligencia que hacía el servicio de transporte entre la Ciudad de México y la de Veracruz. Después vino la época del ferrocarril durante la gestión dictatorial de Porfirio Díaz; la celebración del Centenario y consecuentemente, la de la Revolución Mexicana con todas sus consecuencias.

En su hogar, formado con la penúltima de sus esposas, mi abuelita Felícitas Díaz de Duarte, vivían no solamente todos sus hijos, incluyendo los del matrimonio anterior, sino también varios sobrinos huérfanos que estaban bajo su cuidado, y a quienes sirvió de padre.

A causa de la Revolución, se trasladó con todos sus hijos mayores y mi abuelita a un lugar cercano donde pasaba el ferrocarril para poder transportar los productos del Rancho y vigilar los trabajos de labranza y la ordeña.

La casa del Rancho se llamaba: Los Mangos, por estar rodeada de altos y viejos árboles de mango. La rodeaba un jardín inmenso de gardenias y nardos y más allá había una huerta con toda clase de árboles frutales.

La fecha exacta de la conversión de la familia se pierde en la lejanía, porque mi abuelo debe haber sido menor de 100 años cuando por primera vez su cuñada (hermana de mi abuelita), casada con un capitán de barco que residía en Veracruz, tuvo entre sus manos una Biblia. Al principio la escondió con ánimo de quemarla. Pero después con mucho miedo y curiosidad la leyó en compañía de su esposo.

Parece que la familia no puso ninguna resistencia a la entrada del Evangelio en aquel lugar. Al contrario, el matrimonio anunciaba la nueva fe con verdadera pasión, sin escatimar los gastos que originaría la construcción de una Iglesia en Los Mangos y la ayuda económica a una persona de la Iglesia el Sinaí en Veracruz, para que atendiera la obra y presentara el mensaje una vez por semana. En esa casa se distribuían las Sagradas Escrituras.

Papacito y Mamita, como les llamaban la familia y las amistades, acordaron enviar a dos de sus hijos a prepararse para la obra. Mi tío Cándido Duarte ingresó en el Seminario Presbiteriano y mi madre se inscribió en la Escuela Normal Presbiteriana de San Ángel. Ambos se recibieron y trabajaron en sus respectivas profesiones. Mi madre enseñaba en la escuela que mi Papacito había hecho construir para los hijos de los peones y los miembros de la familia que vivían en el rancho.

Toda la familia se dedicó al servicio del Señor. Dos de mis tíos tocaban el acordeón que servía para acompañar los cantos en la celebración de los cultos, no solo en la Iglesia de Los Mangos, sino también en los hogares distantes de los parientes, donde se hacían cultos por las noches por uno u otro motivo.

Más de 150 personas cabían en aquel recinto durante las festividades de Navidad y de Año Nuevo, cuando toda la Iglesia de Veracruz se trasladaba por casi una semana. Se me antoja ahora, que así debió ser la celebración de las fiestas de Pentecostés o de las cabañas en Jerusalén, porque en toda la casa había diferentes grupos de todas las edades arreglando el ornato, disponiendo las comidas, preparando el programa, cortando palmas para el adorno.

La actividad era contagiosa. Todos queríamos hacer algo. Había concursos de textos y de preguntas bíblicas. Aún recuerdo contestar a la pregunta de: ¿Quién te creó?

Papacito regalaba una Biblia a cada persona en Año Nuevo. Los niños recibían educación religiosa, pues, adjunta a la Iglesia, él había construido también la escuela, donde con las primeras letras, se impartía el conocimiento del verdadero Dios.

En aquel tiempo y a pesar de que Papacito era un hombre rico, el transporte se hacía en carretas de bueyes o a caballo, porque no había carretera sino caminos vecinales. Por las noches Papacito y Mamita ordenaban que uncieran las bestias a las carretas y emprendíamos una excursión a la luz de la luna que duraba por lo menos una hora. Podían oírse los acordes de la armonía y los himnos, en los que se destacaba la voz maravillosa de mi madre, que como todos sus hermanos ya se había casado.

Después de la Revolución y de la muerte de Mamita, Papacito volvió a casarse. Esta vez su esposa no lo secundó en su pasión evangélica (aunque después ella se convirtió). Cuando faltó uno de aquellos dos puntales, la familia se desgranó. Mamita era una evangélica ortodoxa y todos resentimos su ausencia. De todos modos él siguió asistiendo y ayudando en los diferentes lugares donde la familia celebraba cultos.

La generación nueva emprendió el éxodo para radicarse en diferentes partes del país. Yo también salí de mi tierra y de mi parentela y contraje matrimonio con un pastor. Por 30 años no regresé a mis lares. Mi madre insistió, antes de morir, que debía acompañarla a visitar a la familia y accedí. Mis primos del alma, que habían convivido conmigo en los excitantes días de la Revolución me eran desconocidos. Ya no reían como antes, eramos adultos y habíamos dejado atrás la alegría de la juventud, pero una cosa nos unía: Cristo.

Una vez más mi madre y mi tío Cándido cantaron a dúo. Como antes, el objetivo era adorar a Dios. En cada rancho que visitamos había una Iglesia, en ocasiones, y contra la costumbre, no había Iglesia Católica, pero el Templo Evangélico se levantaba para recordarnos la eternidad del Evangelio.

A mi regreso meditaba en qué diría Papacito si viera en estos días la proliferación del cristianismo, pero estoy segura de que cuando él se dedicó al trabajo del Señor con tanto ahínco, ya sabía que por cada uno de sus parientes, que son muchos y están diseminados en todo el estado, habría por lo menos una persona convertida.

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