Nochebuena en familia

Foto por Diana Gómez

Ya en casa, con ansias esperábamos el momento de abrir los regalos

Por Yaribel García Miranda

Cada año nos alistábamos para cenar juntos en Nochebuena. No teníamos por costumbre ir con los tíos, abuelos o algún otro familiar. Solo nosotros en casa: papá, mamá, mi hermano y mis tres primos, que vivían con nosotros desde la muerte de su mamá.

Por lo regular cenábamos pollo rostizado con ensalada verde, ponche y algunas veces postre. Nuestro árbol era pequeño, con adornos muy significativos. No había tanta parafernalia.

Mi mamá tenía que dejar todo preparado porque, en ese entonces, era el único día que todos íbamos a la iglesia. Estrenábamos ropa y asistíamos al servicio de acción de gracias, recordando con cantos y participaciones especiales de niños y jóvenes, el nacimiento de Jesús. 

A la salida nos daban nuestro aguinaldo: una bolsa de plástico transparente que contenía cañas de azúcar, mandarinas, limas, colaciones y cacahuates. De ahí partíamos hacia la casa para cenar y luego abrir los regalos. Previamente mis papás envolvían los presentes en una caja de cartón, con papel fantasía y un lindo moño en el centro. 

En ocasiones nuestra vecina, doña Sofi, nos invitaba a su casa donde nos daba ponche y ensalada navideña. Los vecinos organizaban posadas en la calle y escuchábamos cómo cantaban y daban la vuelta a la cuadra. Después de la cena, rompíamos las piñatas de barro, casi siempre en forma de estrella. Todos corríamos cuando salían disparados los picos de la estrella para guardar nuestra fruta.

Ya en casa, con ansias esperábamos el momento de abrir los regalos. Al acercarnos al árbol de Navidad, mis papás nos iban entregando nuestros paquetes, nos pedían que los abriéramos y nos los midiéramos. Nuestras caritas iluminaban la habitación; los rostros de mis padres reflejaban su alegría al ver que nos había quedado lo que habían escogido para nosotros.

Así fue por muchos años a medida que crecíamos, hasta que cada uno formó su familia, y entonces nos teníamos que organizar para pasar un día con mis padres y otro con los suegros. A medida que cada uno tuvo a sus hijos, se volvieron más significativas nuestras reuniones.

Mi primo, que murió en un accidente, solía decirnos: «¿Te acuerdas cuando…?», y empezaba a relatar cosas que yo no recordaba, o mis hermanos ni siquiera sabían, pero él siempre lo traía a la memoria con mucha alegría. 

Debo reconocer que todos esos años fueron los mejores como familia. Podíamos ver el trabajo y el esfuerzo de mis padres por darnos no solo lo que necesitábamos sino compartir con nosotros en la iglesia un tiempo para buscar a Dios.

Un día mi papá decidió irse de la casa y vivir con otra familia. Todo cambió pero nos seguimos reuniendo cada 24 de diciembre y pasamos veladas extraordinarias. Incluso al otro día nos organizamos para ir al Ajusco.

Hoy en día puedo ver que no se trata de los regalos debajo del árbol, sino de saber que Jesús, el mejor regalo, vino al mundo para  que pudiéramos disfrutar de su salvación, dicha, paz y comunión con los nuestros.

Ese es el mejor regalo, lo mejor de las navidades: Jesús y mi familia juntos.


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