El bebé en el templo

Foto por Diana Gómez

Ana estuvo allí cuando se presentó la joven pareja con Jesús

Por Elisabeth F. de Isáis (1925-2012) 

En el tiempo de Jesús y del rey Herodes, el templo en Jerusalén era una verdadera maravilla. Poco antes de que los israelitas tuvieran que abandonar todo bajo el dominio de Babilonia, el templo había sido limpiado y renovado por el rey Josías, quizá alrededor del año 600 antes de Cristo.

Seis siglos después cuando llegó Herodes, de nuevo estaba bastante destruido por los enemigos, pero lo mandó embellecer de nuevo de modo aún más maravilloso en un intento por agradar a los líderes judíos. Él entendía que lo odiaban.

Así que cuando nació el Hijo de Dios en Belén, el templo funcionaba de manera normal. Y el plan de Dios era que el Redentor cumpliera cada detalle de la Ley, por lo que a los ocho días de nacido José llevó a Jesús para la circuncisión. Después, cuando María había cumplido los otros treinta y tres días para su purificación por haber dado a luz a un varón, hicieron el corto viaje a Jerusalén con el bebé y lo presentaron para el ritual correspondiente en el templo.

Allí ocurrieron otras dos cosas milagrosas. La noticia de que había nacido el Mesías en Belén no había trascendido, parece, ni la visita de los magos había ocurrido todavía con la consiguiente matanza de todos los niños menores de dos años de Belén en el intento de Herodes de eliminar a un posible rival al trono.

Pero hablábamos de los milagros. El primero se llamó Simeón, «hombre justo y piadoso» según Lucas, el reportero sagrado. Sobre todo, estaba lleno del Espíritu Santo y Lucas reportó que esperaba la consolación de Israel, significando la llegada del Mesías tan largamente deseado. No sabemos su edad, pero era anciano; tenía una profecía de que no se iba a morir sin ver al Ungido del Señor.

Ese gran día le avisó el Espíritu que fuera al templo. Llegó y cuando vio a Jesús, lo tomó en sus temblorosos brazos e hizo una fervorosa oración: «Ahora, Señor, despides a tu siervo en paz, conforme a tu palabra, porque han visto mis ojos tu salvación...» ¡Listo para morir al fin! Dios le había revelado la verdad acerca del pequeño bebé, en un momento muy emocionante.

Lógicamente, José y María quedaron maravillados.

Pero todavía faltaba el segundo milagro. Era una mujer llamada Ana, profetiza «de edad muy avanzada». Según Lucas, tenía más de cien años, porque calculando que se había casado muy joven, duró siete años casada y tenía ochenta y cuatro años de viudez, a lo menos ya había pasado el siglo. No se apartaba del templo, «sirviendo con ayunos y oraciones», un ejemplo para otras mujeres que desean honrar al Señor con sus vidas.

Por eso Ana estuvo allí cuando se presentó la joven pareja con Jesús. El encuentro la dejó feliz, y como mujer locuaz empezó a difundir la noticia por doquier —¡había llegado el Mesías!— Pero como era tan anciana uno se puede preguntar si le hicieron mucho caso. Por lo menos, la noticia no llegó a oídos de los importantes rabinos ni de Herodes.

Entonces Lucas relata que la familia regresó a Nazaret, de donde originalmente habían salido, y Jesús quedó sujeto a sus padres. Pero el apóstol Mateo aclara que antes de eso, pasaron un tiempo en Egipto escondiéndose del asesino Herodes, por orden del Señor. Después se establecieron en Nazaret, donde los vecinos nunca quisieron creer quién era Jesús. Debe de haber sido difícil para María y José. Ni siquiera sus otros hijos creyeron hasta después.

Lo importante fue que ya se había cumplido la profecía del profeta Isaías unos 700 años antes: «El Señor mismo os dará señal: He aquí que la virgen concebirá, y dará a luz un hijo... y se llamará su nombre Admirable, Consejero, Dios fuerte, Padre eterno, Príncipe de paz» (Isaías 7:14 y 9:6). ¡Aleluya al Altísimo por su poder, su fidelidad y su gran salvación!

Tomado de Una nueva mirada a la Navidad, Milamex Ediciones.


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