El abrazo de paz que consuela

Foto por Irais Téllez

Foto por Irais Téllez

Nadie nos decía lo que estaba sucediendo

Por Any Ayala

Era enero de 2017 cuando volvimos de unas hermosas y tranquilas vacaciones familiares. Era verano y la estábamos pasando muy bien. Al llegar a casa, papá comentó que sentía una pequeña molestia en su estómago a la que no le dio importancia. Pasaron dos semanas y la molestia se hizo más grande y dolorosa. Para ese entonces le costaba comer y había adelgazado mucho. Algo no andaba bien.

Papá decidió acudir al hospital. Allí le realizaron varios estudios por lo que debieron internarlo, pero luego de una semana lo mandaron a casa. Al pasar los días, el dolor abdominal se hizo más intenso y su piel comenzó a ponerse amarilla. Nuevamente se dirigió al hospital donde le realizaron una ecografía. 

Nadie nos decía lo que estaba sucediendo hasta que mi mamá, exasperada, se dirigió a la doctora y le preguntó qué pasaba. La doctora, sin medir sus palabras, indicó que en la ecografía de papá podían ver un gran tumor en el páncreas y varios tumores en el hígado. En otras palabras, mi papá tenía cáncer en el páncreas con metástasis en el hígado. ¿Cómo era posible? Comenzamos a pedir a nuestros amigos y hermanos de la iglesia que oraran por él.

Nunca olvidaré cuando el cirujano nos llevó a mamá, a papá y a mí, a una fría y vacía habitación donde nos dijo que no había nada más por hacer. Que debía volver a casa para vivir lo mejor que pudiera ya que solo le quedaban unos seis meses de vida. Mi corazón se detuvo. ¡No podía creer lo que nos estaba diciendo! Lo único que nos quedaba era orar con todas nuestras fuerzas para que Dios lo sanara y eso hicimos.

Un mes después, papá falleció. Todo sucedió tan rápido que no lo vi venir. Me había quedado huérfana de padre. Mi vida cambió para siempre. Tuve miedo del porvenir. La noche en que lo velamos me preguntaba cómo iba a superar eso. En ese momento recordé la promesa de Dios que dice que Él estará con nosotros hasta el fin del mundo. Ese parecía el fin de mi mundo y Él prometió estar ahí.

De pronto pude sentir cómo su abrazo de paz me consolaba y un inexplicable gozo llenó mi corazón. Tenía ganas de cantar y bailar, y eso hice junto con mi hermana. El llanto se transformó en alegría. 

Supe que Dios había sanado a mi padre en el cielo y que él ya estaba bien. 

Estaba conociendo una nueva faceta de mi Padre celestial: la de Consolador. Supe que Dios estaba conmigo y que de alguna manera Él tenía el control de todo y yo también iba a estar bien. 


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