Pastores, ángeles y buenas nuevas
¡Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra paz, buena voluntad para con los hombres!
Por Gary Phillips
¿Alguna vez te has preguntado por qué dieron el mensaje a unos pastores? ¿Por qué fueron ellos los primeros en recibir la noticia que había nacido el Salvador de todos los pueblos, Cristo el Señor?
Estaban tranquilos aquella noche atendiendo sus propios asuntos, allá sobre los pastizales. ¿Por qué Dios los escogió a ellos? ¿Por qué fueron ellos los invitados a atestiguar la llegada del Ser más importante de la historia? ¡Fue el milagro de todos los milagros, la encarnación de la Divinidad misma!
Considerémoslo. Abraham, Isaac y Jacob fueron pastores. También David, que quizá cuidaba sus ovejas sobre estos mismos campos. Dios fue llamado el Pastor de Israel. El Salmista exclamó: «El Señor es mi pastor».
Por otro lado, algunos líderes judíos en aquella época aconsejaban a sus hijos que no fueran pastores. No se consideraba un buen modo de proveer para la familia. Además, muchos judíos veían mal a los pastores, no confiaban en ellos, los ignoraban.
Ciertamente no eran el tipo de huéspedes que invitarías a una fiesta. Sobre todo, ¡a la mayor fiesta de cumpleaños en la historia de la humanidad! No formaban parte de los selectos de las sinagogas o los grupos sociales, ¡pero resulta que fueron los únicos que Dios invitó a celebrar el nacimiento de nuestro Salvador y Señor!
No era comprensible el asunto hasta unos treinta años más tarde, cuando Juan el Bautista dijo: «He aquí el Cordero de Dios que quita los pecados del mundo». Resulta que estos pastores proveían los corderos para los sacrificios de la Pascua; así se sostenían. Jerusalén y el templo estaban tan solo a nueve kilómetros al norte de Belén.
La noche cuando nació Jesús los pastores no tenían toda la información en cuanto a quién era el niño, pues solo cuidaban a sus pequeñas ovejitas, pero sabemos que fueron los únicos invitados a la fiesta. Había llegado el que iba a ser el verdadero Cordero para sacrificar en la Pascua más importante de todas.
Aquella noche fue histórica, incomparable. Transmitía buenas noticias porque Dios había tomado forma humana para cumplir la promesa del Mesías, para rescatar a todas las personas que creían en Él. El ángel casi no pudo soportar su enorme emoción al comunicar:
«No temáis; porque he aquí os doy nuevas de gran gozo, que serán para todo el pueblo: que os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un Salvador, que es Cristo el Señor».
Los pastores se asustaron y se confundieron. ¿Entendieron? ¡No estoy seguro de si hoy nosotros entendemos plenamente el significado! El mensajero angelical enfatizó que eran «nuevas de gran gozo».
Continuó anunciando el ángel: «Esto os servirá de señal: Hallaréis al niño envuelto en pañales, acostado en un pesebre». ¡Qué señal más extraña! Pero no había tiempo para pensar.
Ahora el reluciente ángel se estiró a toda su altura y mientras abría sus brazos, la gloria empezó a extenderse hasta revelar fila tras fila de ángeles, las huestes celestiales, el ejército de Dios mismo. Compañía tras compañía, batallón tras batallón, empezaron a llenar el cielo. Todos los ángeles irrumpieron con un canto: «¡Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra paz, buena voluntad para con los hombres!».
Sin duda el sonido rebotó por todas las colinas y los valles como el sonido de un trueno, como el ruido de una gran catarata, el grito de triunfo, el canto de adoración, de honor, de alabanza y gloria. «¡Gloria a Dios! ¡Gloria a Dios!» El glorioso mensaje contagió a los pastores con su gozo absoluto. Sin duda estaban abrumados de asombro al escuchar las palabras del ángel.
Vez tras vez las olas de alabanza inundaron los campos, hasta que finalmente las voces comenzaron a disminuir hasta desvanecerse. En la distancia los pastores todavía podían sentir los gritos de «Gloria, gloria, gloria». La brillante luz también se iba poco a poco, como los últimos rayos del sol que pintan los cielos de rojo y naranja al despedirse de las tardes de manera esplendorosa.
En medio de su temor, los pastores se dieron cuenta de que habían sido testigos de algo maravilloso. Habían visto lo que los profetas solo soñaron. Todavía más, habían sido invitados a ver al Mesías con sus propios ojos. El ángel había declarado: «Aquí está en Belén». ¡Acostado en un pesebre en Belén!
No pudieron esperar para verlo. El Mesías había nacido. Era el evento profético más grande de toda la historia y solo los pastores fueron invitados.
No se sabe quién se quedó a cargo de las ovejas. Los demás corrieron por los campos, buscando en cada posible lugar donde pudiera haber animales y un bebé. Por fin lo hallaron en un establo detrás del mesón. Allí lo vieron, acostado en un pesebre hecho para los animales, envuelto en humildes pañales. Era el Hijo de Dios, el prometido de David, el Mesías, el Libertador. Al fin había nacido.
¿Cómo se porta uno en la presencia de tal infante? ¿Brinca de gozo, se mantiene mudo, llora? Sin duda se arrodillaron; cualquier persona habría caído de rodillas en adoración. ¿Cómo decirles a José y María que un ángel les había avisado? ¿Sabrían ellos en realidad quién era este niño?
Cuando se fueron, no guardaron silencio. Empezaron a compartir la gran noticia por todos lados, dando a conocer las buenas nuevas. Toda la gente se maravillaba. No importaba su opinión de los pastores, no se rieron ni se burlaron de ellos en lo más mínimo. Todo el pueblo creyó, al igual que nosotros debemos creer.
¡Cuán maravilloso habría sido acompañarlos en aquella noche! ¿Lo podemos imaginar?
Por fin los pastores volvieron a sus rebaños. De nuevo atendieron bien a los corderitos que algún día estarían destinados para los sacrificios en el día de la Pascua. Eran hombres especialmente privilegiados, porque habían visto al Cordero de Dios, que algún día iba a morir como un sacrificio por los pecados del mundo entero.
¡Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra paz, buena voluntad para con los hombres!
Tomado de Una nueva mirada a la Navidad, Milamex Ediciones.