La misteriosa historia de un gran misionero

Su familia se burló de él, después rehusó comer con él y finalmente le rogó que fuera un creyente secreto para no traer desgracia a su hogar

(Adaptado por Samuel H. Moffett)

Al gran místico de la India, Sadhu Sundar Singh, se le preguntó una vez por qué el cristianismo era tan importante y qué era lo que allí había encontrado que no halló en otras religiones. Contestó simplemente: “Encuentro a Cristo”. La historia de su vida ilumina lo que quería decir con estas palabras.

Sundar Singh era de la religión Sikh. Cuando tenía 14 años de edad su padre lo envió a una escuela misionera cristiana, pero el niño la odiaba. Sobre todo resistía la costumbre de los misioneros de meter la Biblia en las distintas materias. Enojado, abandonó la escuela y durante un año hizo todo lo posible por causarles problemas a los cristianos.

Un día hasta quemó públicamente un ejemplar de la Biblia. Tres días después, ¡se convirtió a Cristo! Explicó: “Después de quemar la Biblia me sentí miserable. Al tercer día, cuando ya no soportaba la presión, me levanté a las 3 de la mañana y oré, pidiendo que si había un Dios que se me revelara.

Decidí poner mi cabeza sobre un riel del ferrocarril cuando pasaba el tren a las 5 de la mañana, si no recibía alguna respuesta. Oré y oré. A las 4:30 en la recámara donde oraba, vi una gran luz y en medio de la luz, la forma de Jesucristo. Escuché una voz: '¿Por cuánto tiempo me perseguirás? He venido para salvarte'. Caí a sus pies y recibí una paz maravillosa que no podía conseguir de ninguna otra parte”.

Después la gente lo trató de convencer de que había estado soñando. Sundar escribió: “He tenido visiones y sé cómo distinguirlas. Pero solamente una vez he visto a Jesús”.

Su familia se burló de él, después rehusó comer con él y finalmente le rogó que fuera un creyente secreto para no traer desgracia a su hogar. Pero Sundar sabía que Jesús no podía guardarse como un secreto. Por último, la familia lo maldijo, le dio una cena envenenada para que muriera aquella noche, y lo echó a la calle.

Pero Sundar no murió aquella noche; unos misioneros cristianos lo cuidaron y cuando cumplió los 16 años lo bautizaron. Sentía que debía seguir literalmente el ejemplo de su Señor y Salvador y que tenía que glorificarse de una forma india, no occidental como lo hacían muchos otros cristianos compatriotas.

Así que llegó a ser un sadhu, uno de los hombres religiosos itinerantes que se ven por los caminos empolvados de la India. Salió como aquellos primeros discípulos, sin bolsa ni dinero, descalzo y solitario, mendigando por su pan, sin ningún lugar fijo dónde descansar su cabeza.

Pero había una diferencia entre Sundar Singh y los otros “hombres santos” de la India, porque este sadhu tenía un libro y una misión. Junto con su plato para pedir limosna, llevaba un ejemplar del Nuevo Testamento o de la Biblia con la misión de compartir con otros el mensaje de Cristo.

Colaboró durante un tiempo con un misionero que cuidaba de los niños impedidos o ciegos; cada verano llevaban a un buen grupo de ellos a los refrescantes montes Himalayas. Desde allí Sundar Singh podía mirar a lo lejos el Tibet, país totalmente cerrado al Evangelio, que lo atraía como un magneto para anunciar allí las Buenas Nuevas.

Finalmente no pudo resistir más el llamado al Tibet. ¿Quién molestaría a un harapiento sadhu? Vez tras vez se introdujo a aquel país prohibido, y en ocasiones hubo personas con las cuales pudo compartir el mensaje de Cristo, inclusive a sacerdotes budistas y lamas, quienes oían pero con un odio tan malévolo que parecía que el aire mismo estaba impregnado de espíritus diabólicos.

Muchas veces el sadhu escapó de encuentros terribles, más muerto que vivo, pero persistía en sus intentos de evangelizar en el Tibet.

La última vez que algún amigo lo vio, fue en 1929, cuando partía nuevamente rumbo a aquel país idólatra, ciego de un ojo, debilitado por una enfermedad del corazón, cargando nada más su cobija, su Biblia y su plato para pedir limosna. ¿Qué le pasó? ¿Cómo murió? Nadie lo sabe, solo el Señor a quien sirvió tan abnegadamente durante toda su vida.

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