Ya voy a cambiar

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Tenía tanta vergüenza de pedirle Dios otra oportunidad sabiendo que me había dado tantas

Por Jahaziel Alvarado 

Regresaba de mi ensayo, cansado y aturdido por la música, el alcohol y la mariguana que había ingerido. Sentado en el metro comencé a sentirme extraño, ansioso. Mi corazón palpitaba rápido y yo tenía la sensación de desvanecimiento. Me asusté y decidí bajarme y caminar hasta casa una estación antes de mi parada. Mientras caminaba de prisa bajo una tenue lluvia, me preguntaba: “¿Que me está pasando? ¿Es un mal viaje?” 

Nunca me había sentido así y la sensación no disminuía, por lo contrario seguía en aumento. Asustado, recapacité en que la forma en que estaba viviendo no agradaba a Dios. Comencé a orar y pedir perdón mientras caminaba en la noche. “Ya voy a cambiar”, me repetía. Ya lo había dicho muchas veces, sobre todo en los momentos en que mi forma de vivir comenzó a causarme problemas. 

Cuando me encontraba a dos cuadras, me senté en el suelo y marqué a casa. De milagro salió la llamada de mi celular y mi hermano contestó. Le di detalle de lo que me estaba pasando y al poco tiempo llegó mi papá y nos dirigimos a un hospital. En el auto me dijo: “¿Qué tomaste?” 

Desde luego que no era la primera vez que mi padre intuía que venía intoxicado. Yo contesté mintiendo: “Solo tomé algo de vino”. 

Negué el hecho de la droga y dije algo así: “Estoy arrepentido papá”. 

Mi padre con disgusto contestó: “No estás arrepentido, solo estás asustado”.  

Esa frase me hizo ver que él sabía que mentía y reforzó lo que pensé todo el trayecto bajo la lluvia: “Esta reprensión viene de parte de Dios”. 

Crecí en un hogar cristiano. Aprendí de la Palabra de Dios desde pequeño. Sabía que con Dios no se juega, pero lo ignoré con mis actos. Muchas veces traté de cambiar. Incluso movido por la emoción y el mensaje de algún sermón, pasé al frente en numerosas ocasiones, pero nunca se produjo en mí un cambio real, duradero. Siempre se me olvidaba el compromiso que había hecho y volvía a mi rutina y hábitos. No tenía temor de Dios. 

El 9 de Mayo del 2011, regresaba a casa sabiendo que al día siguiente no iría a trabajar. Nos habían dado el Proverbios capítulo 25, versículo 24 día de la madre libre. Pasé a comprar un obsequio para mi mamá y en el trayecto hice planes para esa tarde.  Me relajaría fumando mariguana y tocando mi guitarra eléctrica como siempre. 

Cuando llegué a casa no estaban mis padres y mis hermanos estaban dormidos. “Es perfecto”, pensé. Antes de inhalar el humo de la pipa, me recorrió el pensamiento: “No lo hagas”. 

Como de costumbre hice a un lado la advertencia y el recuerdo del domingo anterior que aún estaba fresco.

Comencé a tocar y no pasaron ni diez minutos cuando de nuevo me sentí mal. Traté de evadir la situación pensando: “Puedo controlar esto, está solo en mi mente”. 

Por fin desperté al menor de mis hermanos para que me acompañara al doctor.  Esta vez era mucho peor. Estaba aterrado.

Seguro de que esto venía de Dios, le confesé a mi hermano lo que había hecho. Mi hermano movió la cabeza, y dijo: “¿Crees que no sabíamos que te drogas?” 

Comenzó a regañarme. Me senté con él en la mesa, esperando que de alguna manera a partir de la reprimenda y de aceptar que había obrado mal, pasara el momento amargo. Pero no fue así. Se puso peor. Mi corazón estaba latiendo muy rápido, sudaba frío, sentía que me moría. 

Le pedí a mi hermano que me llevara al doctor. Él trató de disuadirme sin éxito. En el trayecto a solo unos metros de donde nos subimos, el taxi cayó en un bache. Entré en pánico y comencé a gritar despavorido. El terror, la sensación de muerte y mi corazón palpitando sin control, estaban llevándome al borde del desquicio. Terminamos en una clínica a unas cuadras de mi casa. 

En la sala de emergencias, dado que le dije al doctor que había consumido drogas, decidieron no hacer nada hasta que pasara el efecto. Me puse aún peor, me dolía el pecho y no podía dejar de pensar que me iba a morir. 

Mi hermano tenía 19 años y yo 24. Sé que él tampoco sabía qué hacer. Logró que el doctor saliera de la sala y se quedara afuera, alerta. Tomó mi mano y comenzó a orar. 

Tenía tanta vergüenza de pedirle Dios otra oportunidad sabiendo que me había dado tantas. “Qué hipócrita” pensé, “tantas veces hice un compromiso y lo rompí”. Pero esta vez era distinto. Sabía que iba a morir, que ya no tendría más oportunidades. Al final llorando lo acepté. Pensé en mi padre que tendría que ver morir a su hijo y en mi madre y el pésimo 10 de mayo que le esperaba. No había hecho nada de provecho en mi vida, solo cosas que me daban vergüenza. Mi hermano seguía orando y yo llorando gemí: “Señor, si tú me dejas vivir, te voy a servir todo el tiempo que me des”. 

En cuanto mi padre llegó, le confesé con vergüenza y lágrimas: “Tenías razón papá, sí consumía drogas”. 

Mi padre no dijo nada, solo me tomó de la mano y lloró. Volví a exclamar a Dios: “Señor, si tú me dejas vivir, yo te voy a servir el tiempo que me des de vida”.

Comenzamos a cantar llorando y sentí mucha tristeza porque solo recordaba una estrofa del canto. Yo sabía que Jesús estaba ahí. Sentía su presencia, incluso sabía físicamente en qué parte de la habitación estaba. Nunca he sentido la presencia de Jesús tan fuerte en toda mi vida.

Esa noche salí caminando del hospital. Toda mi familia me encaminaba despacio a casa, sujetándome de los brazos. 

Entonces comenzó uno de los tiempos más difíciles que he vivido. Por muchos días a la misma hora me embargaba una sensación de muerte. Era horrible. Mis hermanos me animaban diciendo: tu vida está en manos de Dios y nadie la puede arrebatar de allí. 

Al poco tiempo testifiqué a un amigo que Dios me había salvado. Comencé a ir al grupo de jóvenes. Dejé de ver a mis amigos poco a poco e hice nuevos amigos entre la congregación. Les compartí lo que me había sucedido. Descubrí el enorme tesoro de conocer a mis dos hermanos y lo increíbles que son. Mis padres me trataron con mucho amor a pesar de todo lo que había hecho. 

Empecé a estudiar la Biblia, cambié mi vestimenta y mis hábitos. Dejé de decir groserías. No quería hacer nada que ofendiera a Dios o a mis padres. Experimenté el gozo sobrenatural de Dios después de mucho tiempo de prueba y aún en la prueba.  

No es que todo sea color de rosa. El día de hoy aún hay pruebas y tentaciones pero Dios es poderoso y hoy puedo asegurar lo que he tenido en mi mente desde entonces: El Señor ha tenido mucha misericordia de mí, soy un hombre transformado y vivo por su gracia.

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