Agua y aceite

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Casi sin notarlo ya me encontraba en la zona de curvas de un camino muy famoso por su incidencia de accidentes automovilísticos

Por Velina Rivera

Los niños con sus uniformes ya habían desayunado, las mochilas estaban en la cajuela. Tomé el portafolio rápidamente y salí de casa en punto de las siete de la mañana. Después de despedirme de mi esposo, me reclamé: 

—¡Chispas! No le dije “te amo”. En cuanto llegue al trabajo le llamaré.

Ya en la escuela:

—Adiós mamita —me dijeron. 

—¡Vamos chicos den su mejor esfuerzo.   Los amo y estoy orgullosa de ustedes.  Nos vemos al rato!

—¡Sí! —gritaron desde la puerta.

Camino al trabajo hice un repaso rápido de todos mis pendientes. El radio me avisó que no tenía tiempo de sobra para llegar puntual y aplicar el examen final a mis estudiantes. Sin embargo esperaba llegar lo antes posible para organizar el día. Y me dije de nuevo en voz alta: —Llamaré a mi esposo y le diré cuánto lo amo y cómo agradezco que me ayude cuando salgo a trabajar por las mañanas. 

En ese momento llamó mi atención un auto que me rebasó por la derecha. 

—¡Caray va rapidísimo! Seguro se le hizo tarde —refunfuñé—. Gracias Señor, porque yo voy con muy buen tiempo —alardeé al mismo tiempo que subí el volumen del radio.

Casi sin notarlo ya me encontraba en la zona de curvas de un camino muy famoso por su incidencia de accidentes automovilísticos.  Me aseguré de ir a la velocidad permitida. De repente al tomar una curva hacia la izquierda, el carro se derrapó llevándome una y otra vez de un lado al otro del camino de doble sentido.

Imágenes de rostros muy amados pasaron frente a mí, acompañados de sonidos que me asustaron terriblemente. Por fin me impacté contra una alambrada que resguardaba una pila enorme de madera.  El carro empezó a deslizarse hacia atrás ya sin mucha velocidad pero sin detenerse y en mi asombro vi que me encontraba derrapando hacia la presa, que estaba muy nutrida por las lluvias. 

— ¡No Señor, que no me vuelque por favor!  ¡Debo decirle a mi esposo que lo amo!

Los frenos no respondían y con todas mis fuerzas puse el freno de mano.  Aunque no de inmediato, el auto se detuvo con lentitud y no se volcó. 

Un silencio absoluto invadió el ambiente.  Los autos seguían bajando por el camino, ante las miradas curiosas y perplejas de los conductores. 

En mi mente flotaban las vocecitas de mis hijos y una de las frases favoritas de mi esposo:  —Si este no es el momento para creerle a Dios, ¿entonces cuál es?

Enseguida, llegaron más de diez guardias de seguridad.  Después la ambulancia.  Uno de los guardias me permitió llamarle a mi esposo. Apenas podía contener el llanto.

— Voy para allá —me aseguró.

La serenidad de su profunda voz acarició mi corazón. El paramédico me preguntó:

— ¿Y cómo la encontrará si no le dijo dónde estaba?

—Él me encontrará, siempre lo hace —contesté.

Los siguientes eventos pasaron tan rápidos como el choque. Llegó mi esposo.  Apenas pude hablar con él y me subieron a la ambulancia. Pude ver el reflejo tímido del sol sobre el agua de la presa. 

—¡Gracias Dios! —murmuré.

— Voy para allá —me dijo mi esposo por segunda vez—. No te preocupes, estaré contigo. 

 El aire corría helado. Mi corazón tenía paz. Recordé como en un sueño lo que escuché de unas guardias de seguridad:

—Es que quedó mucho aceite por el carro que se derrapo aquí ayer, pero la señora de ayer no la libró. 

Agua y Aceite, ¡mala combinación! ¿Era culpa de alguien más este accidente? Pero pronto entendí que no era imprescindible saberlo. Si pudiera, no cambiaría nada.  No necesitaba saber por qué. Solo necesitaba a Dios. 

En el hospital al orar con una de mis hermanas, declaré: 

—Señor no hay quejas. No estoy preguntando por qué. Solo quiero darte las gracias por otra oportunidad y porque seguro veré tu mano arreglando todo lo que necesitará tu intervención.  Estoy lista para verte cara a cara, pero te agradezco por dejarle a mis hijos a su mami. ¡Gracias, gracias, gracias!

Mi esposo pasó toda la tarde arreglando los asuntos legales. Mi hermana me llevó a su casa. Otra de mis hermanas fue por mis hijos a la escuela y los llevó a reunirse conmigo.  Cuando por fin pudimos vernos, mi esposo me abrazó. 

—Amorcito, te amo —me aseguró.

Llamó a los niños y dio gracias. 

—Señor gracias porque estamos en tus manos siempre.

— Amén —dijeron entusiastas nuestros hijos. 

—Te amo —susurré. 

Esta experiencia me hizo recordar de manera contundente que para poder hallar paz en medio de la tormenta necesitamos a Dios. El estar a punto de que nuestra vida encuentre la recta final siempre nos lleva a cuestionarnos si estamos listos o no.

No permitamos que las prisas le den ventaja al agua y al aceite. Digamos siempre: “Te amo” a quien debamos decirlo y cuando estemos tentados a quejarnos recordemos que Dios quiere ser nuestro refugio.  Aferrémonos a él.

“En cuanto a mí, yo cantaré de tu poder; cada mañana cantaré con alegría acerca de tu amor inagotable. Pues tú has sido mi refugio, un lugar seguro cuando estoy angustiado” (Salmo 59, versículo 16 NTV).

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