Grandes mujeres de la Fe: Catherine Von Bora
Lutero buscó alojamiento y seguridad para las refugiadas. Les proveyó maridos, estabilidad y felicidad. A todas salvo a Catherine, que dos años después continuaba en la misma situación de soltería
Por Keila Ochoa Harris
La tradición victoriana dice que la novia debe llevar “algo prestado, algo nuevo, algo viejo y algo azul”. La parte de “algo viejo” podría significar una joya del siglo pasado o un pañuelo de la tatarabuela, pero ¿heredar una casa antigua?
Eso le pasó a Catherine Von Bora, la esposa de Martín Lutero. Su nuevo hogar, un antiguo monasterio agustino, llamado el “Claustro Negro”, se convirtió en su casa después de su matrimonio. Sin embargo, la historia comienza mucho antes.
Cuando la madre de Catherine murió, su padre la llevó al convento. Esto no implicaba que Catherine debía tomar sus votos, pero así lo hizo a los dieciséis años. Más tarde, al tocar los aires de la Reforma, Catherine y algunas de sus compañeras decidieron escapar. Las doce monjas, por idea de Lutero, se ocultaron en barriles vacíos que solían transportar pescado y llegaron a Wittenberg en 1523.
Lutero buscó alojamiento y seguridad para las refugiadas. Les proveyó maridos, estabilidad y felicidad. A todas salvo a Catherine, que dos años después continuaba en la misma situación de soltería. Lutero le propuso a varios de sus amigos pero ella los rechazó a todos. “No me quiero casar con el pastor Glatz. Me casaré con el doctor Amsdorf o con el doctor Lutero, pero con el doctor Glatz, ¡nunca!”
Quizá su berrinche llegó a oídos de Lutero, quien no apreciaba ser contradicho. Entonces pensó: “¿Y alguien se querría casar conmigo si me decidiera? ¿Por qué no complacer a Catherine, obedecer a mi padre y enfadar al diablo de una vez por todas?”.
La resolución de Lutero fue sorpresiva y debatida. Muchos de sus amigos no estaban de acuerdo, pero Lutero, un martes 13 de junio, se comprometió y de inmediato el pastor Bugenhagen los declaró marido y mujer.
Cuando Catherine miró su nuevo hogar, un monasterio de proporciones inmensas, se puso a trabajar. Lo limpió a conciencia, luego ordenó la vida de su esposo.
Manejó las finanzas, dándole libertad para dedicarse a escribir, enseñar y predicar. Ella se paraba a las cuatro de la mañana para cumplir con sus obligaciones. Atendía su hortaliza, su huerto, el estanque de peces y sus animales. Además, crió a seis hijos, cuatro huérfanos y atendía a más de treinta estudiantes, invitados y personajes que se hospedaban en el monasterio.
Poco después de la boda, Lutero escribió: “Hay mucho a lo que acostumbrarse en el primer año de matrimonio. Uno se despierta en la mañana y encuentra un par de coletas de cabello largo sobre la almohada, que antes no estaban”. Un año más tarde, dijo: “Mi Cathy es en todo agradable y complaciente y no cambiaría mi pobreza por las riquezas de Croseus”.
Las cartas de Lutero son fiel testimonio de su sentido del humor. La saludaba como “mi preciosa esposa”, “mi costilla”, o “para Catherine Lutero, mujer del doctor en Wittenberg, guardadora del mercado de cerdos, y mi estimada esposa a quien estoy dispuesto a servir con manos y pies”. Y firmaba, “tu viejo amante”.
Es de notarse que Catherine se casó a los veintiséis años, mientras que Lutero ya tenía cuarenta y dos. Pero esa diferencia no afectó su unión y aunque surgieron los problemas habituales en la convivencia entre seres humanos, su relación fructificó con el tiempo.
Por ejemplo, Lutero en alguna ocasión, seguramente después de una riña, comentó que la única manera de obtener una esposa obediente era grabándola en piedra. También se quejaba de que Catherine lo interrumpía demasiado. Una vez le dijo que dijera una oración antes de hablar, porque si sus oraciones eran tan largas como sus pláticas, él se ahorraría sus discursos.
No debió ser fácil para Catherine ser la esposa de Lutero, pero esta combinación nos muestra la perfección del plan divino. Lutero refleja el perfil de un estudioso que vive con la cabeza “en las nubes”. Su esposa por lo contrario, el de alguien con los pies sobre la tierra, dedicada a organizar un hogar.
Catherine tuvo una casa vieja y un marido grande en edad, pero a veces lo antiguo es mucho mejor que lo moderno. Un proverbio advierte al lector sobre no traspasar los “senderos antiguos”. La senda antigua se marcó desde el Génesis, donde Dios prometió un Salvador. Finalmente, no existe otro modo de acceder al cielo, si no es portando “algo viejo”, lo que describió Lutero en estas palabras:
“El verdadero tesoro de la Iglesia es el sacrosanto Evangelio de la gloria y gracia de Dios. Primero, una persona debe aprender de sí mismo a través de la Ley. Con el profeta entonces confesará: ‘He pecado, estoy destituido de la gloria de Dios.’ Habiéndose humillado por la Ley, y considerándose a sí mismo correctamente, el hombre se arrepentirá. Verá que es tan depravado, que ninguna fuerza, ni obras, ni méritos propios lo librarán de su culpa. En este momento el hombre se lamentará: ‘¿Quién me podrá ayudar?’ Y llegará a la Palabra del Evangelio que dice: ‘Hijo, tus pecados te son perdonados.’ Cree en Cristo quien fue crucificado por ti. Recuerda, Él ya llevó tus pecados”.