La vida no es fácil

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Pensé llenar mi necesidad con música y amigos pero cuando no había fiestas y no estaban cerca los amigos, me sentía sola

Por Marcela Alvarado  

Para ganarme la atención de la gente, muchas veces en mi niñez actuaba en forma contraria a lo que se esperaba de mí. Fui educada en el seno de una familia moralista religiosa.  

En mi adolescencia se acentuó mi necesidad interna, surgiendo preguntas como:  ¿A dónde voy? ¿De dónde vengo? ¿Por qué las guerras? ¿Cuál es el propósito de mi vida? ¿Por qué las diferencias sociales? ¿No puedo dirigirme directamente a Dios para que perdone mis pecados? No encontraba respuestas satisfactorias. 

Pensé llenar mi necesidad con música y amigos pero cuando no había fiestas y no estaban cerca los amigos, me sentía sola. Vivía como con una armadura de fortaleza. Nunca hablaba de mis fracasos, solo de mis éxitos.  

Todo lo que me proponía lo lograba pero en el fondo me sentía débil. Necesitaba de dirección y dependencia pero no quería demostrarlo por temor a que me hirieran. Ni aceptaba mis fallas; siempre encontraba a alguien a quién responsabilizar, como mis padres, mis hermanos, mis vecinos, amigos, compañeros. A mis pecados les ponía la etiqueta de errores humanos. 

A principios de 1977 me cuestionaba a mí misma:  Marcela, juzgas a tu alrededor de hipocresía y tú también eres hipócrita. En el mundo hay egoísmo y tú eres egoísta. Pides veracidad y tú mientes. 

Me di cuenta que no estaba en el camino correcto, estaba extraviada. Le pedí a Dios que si verdaderamente existía, me lo mostrara, pero que no quería una religión. Me confundían diciendo varias de ellas tener la verdad. Además creía que la religión manipulaba al pueblo, pero si había un camino correcto, quería poderlo reconocer y saber que era Él. 

En octubre de aquel año unos compañeros me invitaron a un día de campo. Allí alguien nos habló a todos y de repente me di cuenta que estaba describiendo mi vida. Pero, ¿cómo sabía, si yo nunca la había compartido con nadie? Era Dios el que me estaba hablando. Me sentí tan contenta de identificar un no sé qué en ese lugar, que decía en mi interior: Esto es lo que he buscado. 

Por un mes estuve presionando a mis compañeros para que me invitaran a sus clases de la Biblia. El 16 de noviembre llegó el maravilloso momento cuando asistí a la casa de un pastor y su esposa me mostró varios textos de la Biblia.  

Cuando leí: “Por cuanto todos pecaron, y están destituidos de la gloria de Dios” (Romanos 3:23), yo dije:  Yo estoy así. Pero le pregunté: ¿Qué puedo hacer para encontrar el camino correcto? Ella me recomendó que leyera otro texto poniendo mi nombre y lo hice así: “Porque de tal manera amó Dios a Marcela, que ha dado su hijo unigénito para que si Marcela cree en él, no se pierda, mas tenga vida eterna” (Juan 3:16).  

En ese momento Dios quebrantó mi corazón. Me di cuenta que yo valía mucho, aunque alguien me había dicho que no era nadie y eso me había afectado. Entendí que Jesucristo había venido a morir por mí, que había tomado mi lugar. Le pedí que me salvara y me perdonara, que me guiara, que me diera una oportunidad porque había fracasado. Le entregué mi vida y lo recibí como mi Salvador personal. 

Por primera vez esa noche dormí con mucha paz; mi carga desapareció. Al día siguiente al levantarme todo me parecía diferente y algo en mi interior me inspiró a expresar: "Gracias".  

Leí la Biblia y entendí cosas que anteriormente no. Descubrí un deseo de leer y aplicarlo a mi vida. Ahora era sensible cuando hacía algo malo. Cosas que antes me gustaban ahora me causaban dolor. Las amarguras desaparecieron. 

Al poco tiempo Dios me convenció de que no había sido la hija que Él quería que fuera y me llevó a pedir perdón a mi mamá y expresarle mi gratitud. Muchos de mi familia, amigos y otras personas me rechazaron, pero el Señor siempre me sostuvo y sentí un gran deseo de compartir con otros lo que me sucedía. Cristo puso luz donde había oscuridad, cambió mi culpabilidad por su perdón, transformó mi soledad llenándome con su presencia y me dio propósito. 

Aun así, la vida cristiana no es fácil. En estos años hemos pasado por muchas cosas. Hablo en plural porque el Señor Jesucristo las pasa conmigo, las buenas, las malas y las peores. Es mi mejor amigo.  

Algo que yo anhelaba de todo corazón era la salvación de mi hermana Chela quien padecía una enfermedad incurable. Durante siete meses oré pidiendo a Dios por un trasplante de hígado para ella y la mañana del 30 de septiembre del 2004, recibimos la respuesta de que había un órgano disponible. Fue un gran milagro. Por diez días recuperó su calidad de vida en esta tierra y comenzó a dar testimonio de su relación con Dios.  

Después vino una complicación, un coágulo le dañó las vías biliares y quedaron desconectadas de su intestino. El 13 de octubre el doctor me llamó para decir que Chela se estaba muriendo. El Señor nos dio gracia con el cuerpo médico y nos permitieron a toda la familia, quince personas, estar casi toda la noche con ella esperando que partiera.  

Todos se despidieron de ella, menos yo; no pude expresar nada en ese momento. Pero afuera en la sala lloré y oré a Dios diciéndole: “Señor, ella se va a ir contigo, pero a mí me hizo falta mi hermana, me hizo falta que me dijera que me amaba, sus abrazos, su aprobación”. 

Poco tiempo después, el informe del doctor a las 6:30 de la mañana fue: “Su hermana me sorprende. Otra vez está estable”. 

Pensé: “Señor, creo que Tú vas a cumplir el deseo de mi corazón”. ¡Y así fue! En el transcurso de las semanas siguientes varias veces me dijo que me amaba, me abrazó y me dio su aprobación. Pero el milagro más grande fue que tuvimos comunión espiritual. Con mucha paz ella volvió a casa con su Padre celestial, el 31 de diciembre. Lo que a nuestros ojos es imposible, el Señor lo hace posible. 

Mi familia y yo pasamos momentos muy difíciles pero la presencia de Dios siempre ha estado con nosotros. Él tomó nuestras cargas, nos dio descanso en medio del sufrimiento, nos dio su paz a pesar de las malas noticias, en nuestra debilidad se manifestó su fuerza a pesar del agotamiento, en nuestros sentimientos de impotencia nos maravillamos de ver cómo Él intervino y resolvió situaciones imposibles como cubrir lo que el seguro no cubrió. En imprevistos hemos contado con su providencia. No dejamos sola a mi hermana. 

Dios usó a las personas como si fueran ángeles. A través de ellas, el Señor con un amoroso abrazo nos ha consolado. Con todo mi corazón le alabo porque Él es bueno. Todos estos años han pasado y mi amor por Cristo no es el mismo que al principio; ha crecido.

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