La parranda más cara de mi vida
Me había prometido a mí mismo, que si al llegar a los 40 no lograba alcanzar mis sueños, me quitaría la vida
Por Eliseo Chung Pérez
Era el primer día de agosto de 2014, y apenas me estaba reponiendo de los estragos causados por la parranda más cara de mi vida, que días antes me permití como festejo de mi cumpleaños número 38.
En eso pensaba mientras me ejercitaba en el gimnasio y me miraba al espejo con decepción, reconociendo que ya nada era igual y sintiéndome enfermo.
Desanimado, dejé la rutina a medias, cogí mis pertenencias y salí a la calle caminando en dirección al vehículo que me facilitaba la empresa donde laboraba, con el deseo de irme a encerrar, como lo hacía cada vez que caía en depresión... lo que me ocurría muy seguido desde mi adolescencia.
Pensé en la posibilidad de visitar a alguien y contarle todo mi sentir, pero de todos mis conocidos, nadie me pareció idóneo, y me percibí como la persona más solitaria del mundo.
Muchos años antes, me había prometido a mí mismo, que si al llegar a los 40 no lograba alcanzar mis sueños, me quitaría la vida. Hoy estaba de ellos, tan lejos como el sol de la luna. ¿Por qué esperar hasta los 40? Esperar equivalía a seguirme torturando. Tenía que encontrar la manera de suicidarme de una forma instantánea, porque me aterraba la idea de sufrir.
Y de pronto, recordé: “Al que sabe hacer lo bueno, y no lo hace, le es pecado”. Reconocí que era la voz del Espíritu Santo, recordándome que estaba ahí, en el mismo rincón al que lo había confinado 19 años atrás. No pude evitar un nudo en la garganta, y mis ojos se humedecieron. Y en vez de abrir la cabina, trepé a la batea de la camioneta y me acosté con la mirada fija al cielo, cuando el sol estaba próximo a ocultarse.
Recordé el gran problema que tenía con Dios, pues a mis 19 años le había aceptado y me alejé unos meses más tarde, cuando llegó el tiempo de la prueba, que no soporté, porque Él en vez de consentirme y mimarme, me había colocado en el horno del alfarero.
—Yo puse delante de ti la maldición y la bendición. Hiciste tu elección y ahora estás cosechando los frutos.
—Yo deseaba seguirte, crecer y predicar —me defendí—, pero en vez de ayudarme, parecías estar en mi contra.
—Era preciso moldearte. Tu carácter interfería en el plan. Eres egoísta, caprichoso, orgulloso, soberbio, inmaduro. Así no te puedo usar para mi gloria.
—No te costaba nada cambiarme en un segundo y hacer de mí algo maravilloso. Yo en verdad deseaba entregarte la vida entera —le dije.
—No funciona así. El proceso es lo que da fortaleza y pericia para poder ayudar e instruir a otros —respondió, dejándome sin argumentos.
Para ese momento lloraba como cuando sepulté a mi madre. Y deseé poder regresar el tiempo para corregir mi vida. Y lleno de temor, le dije: —¿Acaso no pudiste conmigo? Si eres Dios, cámbiame, transfórmame de verdad, porque ya estoy harto de la vida.
No hubo respuesta.
Llegué al departamento donde vivía, con los ojos hinchados y temiendo, y a la vez deseando, que Dios me quitara la vida por la manera en que le había hablado. Esa noche empecé a leer la Biblia, pero me quedé dormido antes de terminar un capítulo. Los días transcurrían, y Dios parecía no estar interesado en mí.
Los amigos me llamaban para salir o beber, y yo me inventaba algunas excusas; pero no sentía que mi vida tuviera mejoría, y el deseo de morir continuaba tan fuerte como siempre.
Después inició lo que me gusta llamar “el peor y el mejor negocio de mi vida”. Meses antes, me había contactado con una persona en Cancún, Quintana Roo, y estábamos en pláticas para formar una sociedad que prometía ser el negocio que me resolvería la existencia.
Renuncié al trabajo, pedí préstamos e involucré a un conocido, que aceptó ser socio capitalista, poniendo en mis manos una fuerte suma.
Con ánimos renovados llegué a Cancún y trabajé con toda mi voluntad y capacidad. Pero aquello fue un fraude, donde perdí hasta lo que no era mío. Avergonzado, busqué la manera de subsistir, trabajando en lo que cayera, a fin de no volver a casa reconociendo un nuevo fracaso. Dios estaba, de nuevo, moldeando mi carácter, aunque yo aún no lo sabía.
Busqué una Iglesia dónde congregarme y confesé delante del Señor todo mi pecado. Los meses iban pasando y yo apenas ganaba para comer. Muchas veces me encontré en la penosa necesidad de recurrir a los hermanos de la congregación, que me alimentaban con gusto.
Luego entendí que era necesario ser valiente y esforzado, y que lo más importante es lo que Dios tiene reservado para sus hijos. La Navidad de 2014 la pasé sin un peso en el bolsillo, pero Él me llenó de su paz.
Llegó el 2015, y mi economía no mejoraba, pero estaba creciendo espiritualmente, al grado de empezar a predicar. El tiempo parecía volar, y una noche de septiembre, agradecí a Dios por todo, incluso por lo que me parecía malo. Y le rogué me proveyera de un trabajo donde pudiera ganar lo necesario para vivir y pagar mis deudas. También le recordé: “Ya estoy en edad para casarme y debo tener algo que ofrecer a la persona que Tú elijas para mí”.
Después de varios días sin recibir respuesta, había preparado mi maleta, dispuesto a regresar a mi lugar de origen, convencido de que era la voluntad del Señor. Tenía exactamente lo justo para comprar mi boleto de autobús y para un taxi que me dejara en casa.
Antes de salir creí prudente arrodillarme y pedir valor para enfrentar todos los problemas que me esperaban en el lugar al que viajaría. Y una vez más, me habló el Espíritu, indicándome conseguir el periódico del día.
En obediencia, fui al Oxxo más cercano y lo compré. De inmediato me ubiqué en la sección de empleos. Elegí el más apropiado e hice la llamada. Me dieron el trabajo. Desde ese día gano lo suficiente para vivir y hago pequeños abonos a mis deudas.
Mentiría al decir que mi vida es fácil, y que todo marcha según mis expectativas, pues enfrento dificultades y muchas veces afanes. Lo que marca la diferencia es que ahora ya no lucho solo, el Todopoderoso camina a mi lado, me sostiene y me tranquiliza aun en los momentos más desesperantes. Me recuerda que Él tiene el control, mientras moldea mi carácter y me guía al conocimiento de su Palabra.
No sé lo que será mañana de mí, pero tengo la confianza de que Él guía mis pasos y me dará lo que más conviene a sus propósitos y a mi vida.
El Señor me devolvió la alegría de vivir y los sueños. Pero sé que todo lo que logre aquí, poco o mucho, no se compara con el hecho de que mi nombre está escrito en el libro de la vida.