¡Porque yo lo valgo!

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Desde pequeños nos acostumbramos a luchar por ser los mejores en algo, de preferencia para poder restregárselo a alguien más en la cara

Por E. Madai Chávez Argott

“Porque yo lo valgo”. Todos hemos sido atraídos por este slogan en algún momento. Quizá incluso hayamos sido víctimas del consumismo por habernos persuadido de que es verdad. ¡Qué fácil es convencernos de que formamos parte del selecto grupo de “seres superiores” que abundan en la raza humana y que merecemos solo lo mejor!

Sin duda esto contradice lo que la Biblia enseña sobre el ser humano, pero ¿en dónde comenzó todo esto? Parece que el problema empezó en el momento en el que nos enseñaron a medir. Todos recordamos las clases de aritmética en la primaria donde nos preguntaban: “¿Qué es mayor: El centímetro, decímetro, metro o kilómetro?”. Ahí comenzamos a hacernos expertos en el arte de la medición. 

Tal vez no todos obtuvimos diplomas de excelencia, pero de que aprendimos a medir, eso es seguro. Desde pequeños nos acostumbramos a luchar por ser los mejores en algo, de preferencia para poder restregárselo a alguien más en la cara.

Nos hemos tragado la mentira de que valemos o somos más por el hecho de tener más conocimiento, dinero, carisma o capacidades que los demás. Se nos olvida que de nada sirve medirnos unos contra otros cuando en realidad estamos siendo calibrados contra la vara de medición por excelencia: Jesucristo. 

Podremos ser los hijos que Dios demanda, en cuanto dejemos de ver hacia los lados y comencemos a ver hacia arriba, conscientes de nuestra posición frente a Aquel que, siendo el perfecto ejemplo de humildad, es el Maestro y Dueño de todo. 

Dice el apóstol Pablo en Romanos 12:3: “Basado en el privilegio y la autoridad que Dios me ha dado, le advierto a cada uno de ustedes lo siguiente: ninguno se crea mejor de lo que realmente es. Sean realistas al evaluarse a ustedes mismos, háganlo según la medida de fe que Dios les haya dado”. Ni más, ni menos, la medida de comparación siempre será Jesucristo mismo.

No se trata de ser mediocres, sino de tener un concepto sano de quiénes somos y lo que valemos. No porque tenemos o sabemos, sino por ser hijos de Dios, a través de Jesucristo. ¡Eso sí vale!  

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