Consejos para padres primerizos

Foto por Diana Gómez

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Como cristiana de primera generación, no tenía idea de lo que la Biblia enseñaba prácticamente sobre la crianza de los hijos. Me sentía perdida entre la multitud de consejos y mi corazón. Yo quería hacer la voluntad de Dios para mi hijo, pero ¿cómo?

Por Sara Trejo de Hernández

Antes de casarnos, Marino y yo planeamos qué método anticonceptivo emplearíamos, cuándo me embarazaría y cuántos hijos tendríamos, pero nunca hablamos de cómo los íbamos a educar. 

Cuando me convertí en mamá, me enfrenté a la realidad. Fue una etapa maravillosa, desafiante y muy cansada. 

Algunas de mis amigas tenían mucha seguridad y convicciones precisas sobre cómo educar a su bebé, pero en mi caso no fue así. Esa sensación de no saber cómo hacer para que durmiera en su cuna, el temor de que dejarlo llorar lo iba a dañar para toda la vida, y la lucha entre lo que yo sentía y lo que me aconsejaban era muy desgastante. 

Como cristiana de primera generación, no tenía idea de lo que la Biblia enseñaba prácticamente sobre la crianza de los hijos. Me sentía perdida entre la multitud de consejos y mi corazón. Yo quería hacer la voluntad de Dios para mi hijo, pero ¿cómo? 

Algunas personas me aconsejaban que debía dejarlo llorar toda la noche hasta que se acostumbrara y durmiera de corrido. Alguien más me dijo que los horarios son buenos para darles seguridad y estructura. Así que a veces seguí mi intuición y otras los consejos. Para mí todo era un reto inalcanzable.

Como mamá de tiempo completo, no tenía necesidad de apurarlo a levantarse y arreglarlo desde temprano, así que lo dejaba dormir hasta que solito se despertaba.

Una vecina me visitó un día por la mañana, eran como las 12 del día. A mi pequeño lo mantenía con su mameluco, porque no salíamos temprano. La vecina me dijo: “¿Aún está en pijama?”. Hasta entonces me di cuenta de que estaba caminando en los tiempos de mi hijo y no en un proyecto de vida para él. 

Lo amamanté un año nueve meses. Durante ese tiempo se despertaba varias veces por la noche. Fue muy bonito tener ese lazo por tanto tiempo. Pero sucedió algo que no calculé, como yo no dormía bien, empecé a estar molesta con el pequeño. El cansancio estaba afectando mi manera de tratarlo. Alguien me sugirió que dejara de darle pecho para que ya no despertara. Seguí el consejo, y por fin empezó a dormir toda la noche. 

En la Iglesia, me dolía tanto escucharlo llorar, que lo metía al culto conmigo, pero no podía poner atención, porque solo lo cuidaba a él. Cuando por fin decidí dejarlo, disfruté mucho lo que Dios me decía en el sermón. 

Una vez escuché decir a la encargada de la cuna: “Los niños son unos tiranos. Cada domingo veo a los papás suplicarles a sus hijos que se queden en su clase, y si responden que no, con sus caritas llenas de lágrimas, se los llevan al culto. No saben que esa inseguridad de ellos les hace más daño a sus hijos”.

Si yo hubiera sabido todo eso, no hubiera sufrido tanto ni cometido tantos errores. Con los años aprendí que el amor es disciplina, esto es, establecer límites adecuados de acuerdo a su edad. Como dice la Biblia: “La maldad está unida al corazón del muchacho”. Mi esposo y yo debíamos enseñar, guiar y conducir a nuestros hijos hacia lo que era bueno para ellos, ese era nuestro papel.

Para colmo de males, mi esposo comenzó a sentirse desplazado. Yo casi no quería separarme del pequeño, para que no sufriera, así que cuando mi esposo me decía que saliéramos solos, no quería hacerlo. Me daba temor dejarlo. 

Antes de que llegaran los hijos no sabíamos lo que íbamos a enfrentar. Tarde aprendí que como pareja dos cosas son esenciales, la primera es llegar a acuerdos sobre todo, en especial la crianza de los hijos y luego mantenerse en lo dicho. Por cierto, con el crecimiento de los hijos se van modificando las normas y acuerdos. 

En esto me equivoqué mucho, no respeté las decisiones que habíamos tomado o porque no estaba totalmente convencida (pero no lo dije a tiempo), o por temor a perder la preferencia de los niños, ya que, si yo era la mami linda y buena me amarían más que a su papá. Esto suena horrible, pero es muy fácil caer en esa actitud.

El otro asunto vital es la constancia, nada va a dar resultado si no se hace con regularidad. Dicen que para que se cambie o establezca un hábito se debe realizar durante 40 días. Así que ese es el límite de tiempo para probar si algo funciona.

Cuando Pablo, mi primer hijo, empezó a caminar tuve el ilusorio pensamiento de que con solo decir una vez: “Pablo, ven” automáticamente iba a obedecer. Pero no funcionó así. Tenía que ir a donde estaba y tomarlo en brazos, para que se alejara del peligro, más tarde, tuve que poner límites más serios, nalgadas o pérdidas de beneficios. 

Obedecer puede salvarles la vida, por lo que deben aprender muy pronto. Esto va de la mano con el reconocer quién es la autoridad y como padres, nosotros lo somos. Como decía mi mentora, la hermana Elisabeth Isáis: “Quien no sabe someterse a la autoridad, nunca podrá ejercerla”.

Por todo esto la constancia es de mucho valor, si no, los pequeños se confunden, como cuando un semáforo parpadea entre el verde y el rojo.

Así que, aunque un poco tarde, aprendí que mi esposo y yo debíamos ser uno solo, porque eso le conviene a la pareja y a la familia. 

Siempre pensé que lo que dice la Biblia sobre ser una sola carne solo se refería a la relación íntima, pero no es así, lo dice de la relación completa. Como dice Amós capítulo 3, versículo 3: “¿Andarán dos juntos, si no estuvieren de acuerdo?” La respuesta es no. 

Aunque conseguir esta meta cueste trabajo, ¡vale la pena!

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