El hombre que volvió a vivir
Víctima de una terrible parálisis agitante, hoy conocida como enfermedad de Parkinson, desde su adolescencia, Epifanio Sánchez decidió que la única salida era el suicidio
Por Epifanio Sánchez
Sin familia, sin amigos, víctima de una terrible parálisis agitante, hoy conocida como enfermedad de Parkinson, desde su adolescencia, Epifanio Sánchez decidió que la única salida era el suicidio. No obstante eso, lejos de ser sanado, hoy en día, nos ha legado una serie de bellos pensamientos que hablan de su fe y su amor a la vida. ¿Qué sucedió que lo sacó del fango de la desesperación? Su experiencia es de inspiración para todos.
Nací en Tlacotalpan, pequeño pueblo a orillas del río Papaloapan en el estado de Veracruz. Siendo todavía un niño perdí a mis padres y desde tierna edad me vi obligado a trabajar para ganarme la vida.
Trabajé en varios lugares, hasta que fui persuadido por el jefe del departamento de calderas del ingenio azucarero de Paraíso Novillero, para que les ayudara en el quehacer de la casa, prometiéndome que tan luego comenzara la zafra, entraría a trabajar en la fábrica como ayudante de fogonero. El trabajo era demasiado pesado para mí (apenas tenía doce años de edad), pero el primer año me tuvieron muchas consideraciones porque era el más joven de todos.
Cuando comenzó la zafra del año siguiente, pronto me di cuenta de que ya no gozaría de las mismas consideraciones de antes y que tendría que trabajar al parejo de los demás. A esto se aumentaban los quehaceres en el hogar, consistentes en acarrear agua, partir leña, barrer un patio muy grande y cuidar de una pequeña hortaliza, de tal manera que solo dormía cuatro o cinco horas al día.
Una tarde llegamos a la casa y la señora nos esperaba con un sabroso guisado. Me sentía muy cansado, con bastante hambre y mucho sueño, de tal manera que tan luego terminé de comer me acosté a dormir. Desde ese momento ya no me di cuenta de nada, sino hasta después de tres días que volví en mí y me dijeron que estuve muy grave. Así principió el calvario de mi vida que se ha prolongado más de cincuenta años.
El pabellón número once
Al principio fui atendido por un médico japonés, pero como no obtenía ninguna mejoría, mi jefe solicitó la ayuda del sindicato para mandarme a México. En el Hospital General me atendieron muy bien desde el principio, tal vez porque era un chamaco todavía o quizá por mi triste condición.
Los médicos y las enfermeras me querían mucho y tenían mucha paciencia conmigo, a pesar de lo mal que me portaba, pues a consecuencia de mi enfermedad mi carácter se tornó iracundo y renegado, ya que blasfemaba y maldecía por todo.
Así fueron pasando los días, las semanas, los meses y aún los años. A medida que corría el tiempo, iba perdiendo también la esperanza de ser curado, pues no sentía ninguna mejoría y cada día estaba más desesperado y decepcionado de la vida, de tal manera que deseaba mejor morir.
Llegó un momento en que pensé que el suicidio era el único medio de liberación posible para mí.
En ese tiempo padecía frecuentes crisis nerviosas que me ponían muy mal, y el doctor había ordenado que cuando me pusiera así se me diera una pastilla de luminal por la noche, para que pudiera dormir.
Me puse a pensar que si con una pastilla me dormía toda la noche, con unas veinte me bastarían para no despertar más. Desde ese momento me propuse juntar las veinte pastillas para quitarme la vida, pero era tan difícil escamotearlas que a veces solo conseguía guardar una pastilla en la semana.
Mientras tanto procuraba distraerme con la lectura, pues la idea de quitarme la vida se había hecho una obsesión terrible en mi mente y solo leyendo lograba olvidarme temporalmente de la idea de matarme. A pesar de no haber asistido nunca a la escuela, había tomado tal afición por la lectura que cualquier libro que caía en mis manos me interesaba.
Un día vi que le llegó por correo a un enfermo compañero de sala, un pequeño paquete que al desenvolverlo era un libro de pasta azul cuyo título en letras doradas decía Nuevo Testamento.
A mi compañero no le interesó el librito; lo hojeó de mala gana y lo puso con ademán despectivo sobre la mesita, al lado de la cama. Me di cuenta y se lo pedí prestado; él dijo que me lo vendía y se lo compré por un tostón.
Desde el principio, cuando comencé a leerlo, me di cuenta que este librito era distinto a todos los demás libros que hasta entonces había visto. Todos los otros me hablaban a la mente, pero este me hablaba al corazón. Nunca antes había leído cosa semejante ni había oído hablar siquiera de estas cosas. Tal vez por eso sentía una profunda emoción a medida que avanzaba en este bendito libro.
Los que lloran
Leí sin detenerme los capítulos uno, dos, tres y cuatro del Evangelio según San Mateo, y luego me detuve en el capítulo cinco, versículo cinco porque ahí encontré la primera bendición para mi alma, donde dice el Señor: “Bienaventurados los que lloran: porque ellos recibirán consolación”.
Yo era uno de los que lloraban; lloraba de angustia y desesperación al pensar que tenía que recurrir a la muerte para librarme de la miseria de mi vida; lloraba al ver que la vida era muy bella para muchos y para mí solo un martirio insoportable; lloraba porque deseaba ser útil; lloraba de impotencia y rebeldía contra la injusticia y crueldad de mi destino.
Aunque entonces no entendía el verdadero significado de este versículo, sí puedo decir que me fue una revelación, porque me trajo la paz y el consuelo que tanto necesitaba mi alma.
Cuando esto sucedió, ya tenía más de la mitad de las pastillas que necesitaba para quitarme la existencia. Ya había escrito mi despedida al mundo y a la vida, siendo esta mi primera composición poética:
Vivir así, no es vivir
es habitar un infierno
donde todo se hace eterno
así vale más morir.
Adiós juventud querida
mis años de primavera,
adiós sueños y quimera
que dejo en mi edad florida;
mutilada ya mi vida
sin un pariente ni amigo,
muero aquí como un mendigo
sin un rayo de esperanza.
Cuando conocí a Dios por medio de su Palabra como un Dios de amor y de misericordia manifestado en Cristo Jesús, empecé a amarlo y buscarlo con todo mi corazón. Mi vida cambió completamente, pues en mi carácter se operó una mejoría notable; todo lo renegado y blasfemo que era, se me quitó, y el vicio del cigarro también lo dejé completamente.
El cambio fue visible para todos y pronto vinieron las luchas y las duras pruebas, pero gracias a Dios que mi convicción fue firme desde el principio.
Pasado al manicomio
Cuando me vieron leyendo mi Nuevo Testamento, algunas damas que nos visitaban se disgustaron conmigo porque según ellas la Biblia era un libro prohibido y me iba a condenar.
Las enfermeras me dijeron que no debía leer más ese libro porque perdería su amistad y su cariño. Por fin una enfermera se ensañó contra mí y dio malos informes de mí al médico para que me echara a la calle; él para no hacer tal cosa, hizo mi paso para el manicomio.
Cuando llegaron los camilleros para llevarme al camión que me trasladaría al manicomio, sentí una angustia tan terrible, ganas de llorar, de gritar, de protestar contra semejante injusticia. Pero lo que hice fue bajar la cabeza y pedir a Dios su ayuda:
—Señor, Tú sabes que por haber creído en Ti soy aborrecido y perseguido, pero sé que Tú no me dejarás ni me desampararás.
No habían pasado quince días cuando un domingo a la hora de la visita un vigilante me dijo que me buscaban. ¿Cómo podría esperar que alguien me visitara? Estaba, humanamente hablando, solo en este mundo. Sin embargo, apareció en la puerta una joven que fue como un ángel de Dios enviado a consolarme. Ella había estado enferma en el hospital en donde habíamos cultivado una grande amistad.
Nunca olvidaré la profunda emoción que sentí al verla. Dios había cumplido una vez más su promesa: “No temas, yo soy contigo”.
Esta fiel amiga siguió visitándome cada ocho días. Pasados unos meses me ofreció espontáneamente sacarme del manicomio, aunque era difícil. Recuerdo ese día, un domingo 16 de septiembre, cuando salimos y me llevó hasta su casa.
Allí no me faltaba nada, gracias a la bondad de esta buena familia. Pero no me sentía muy a gusto quedándome todo el día en la casa mientras ella se iba a trabajar. Por fin le dije que quería volver al hospital; al solicitar mi nuevo ingreso no me quisieron recibir, pero al llamar por teléfono a una enfermera que me conocía, en menos de media hora arregló mi entrada.
Para esas fechas había conocido a los tres primeros cristianos evangélicos que traté en mi vida y que me explicaron cosas que no sabía. La señorita Angelina Ruiz López, otra señorita ya fallecida y el joven Santiago Pascoe me hablaron del Ejército de Salvación que principiaba a organizarse en México.
Casa de espiritistas
Poco después mi amiga se casó y los familiares de su esposo se mostraron muy interesados por mí. Una señora ofreció sacarme del hospital, prometiendo curarme. Después de varios meses de insistencia me decidí y ella me llevó a su casa.
Al día siguiente me di cuenta de que aquel lugar no era otra cosa que un centro espiritista. La señora confesó que me había sacado del hospital con el fin de utilizarme en sus trabajos de espiritismo; pero que yo no prestaba mi voluntad.
Ya no pude estar tranquilo con ella. Un jueves en la mañana tomé un coche de alquiler y solo volví al hospital.
Grande fue mi decepción cuando me informaron que no me podían recibir. Me senté en una banca esperando que algún médico o alguien se fijara en mí y se compadeciera, pero dieron las 6 de la tarde y como ya iban a cerrar, me ordenaron que saliera.
No sabía qué hacer, ni tenía a dónde ir. Salí a la calle y me senté junto a la puerta, triste y abatido. No había probado alimento en todo el día; me sentía desfallecer. En esos momentos, sin duda los más angustiosos de mi vida, al verme tan solo y desamparado, levanté mis ojos al cielo e imploré la piedad de Dios.
No habían pasado cinco minutos de mi plegaria, cuando del hospital salió una mujer cristiana del Ejército de Salvación que ya me conocía, a quien siempre recordaré con gratitud y cariño. Al reconocerme me preguntó sorprendida por qué estaba yo en la calle.
Entonces le conté todo y ella me dijo que aguardara allí mientras avisaba al Ejército de Salvación para que fueran por mí.
Una hora después, me recogieron dos salvacionistas enviados por el capitán y fundador de este grupo en México, Alejandro Guzmán Quintero. Después de Dios, a él debo el amparo y protección que hallé en el Ejército cuando más lo necesitaba.
Al llegar al cuartel, que entonces solo era un viejo y destartalado caserón, fui muy bien recibido. Desde aquel día feliz de 1939 encontré además de un hogar, una familia.
A través de estos años, he sufrido por mi estado, graves y varios accidentes, golpes, atropellamientos. He tenido muchas pruebas duras y difíciles, pero mi Señor me ha sostenido. He sufrido el desprecio y las humillaciones de gente incomprensiva y orgullosa, pero también he gozado de la amistad noble y generosa que amigos y hermanos me han brindado. Doy gracias a Dios por el Ejército de Salvación.
También le doy gracias por la enfermedad que padezco porque gracias a ella he conocido verdaderamente a Dios, y ahora me gozo de su paz, de su amor, de sus bendiciones. Como lo dice San Pablo: “Tengo por cierto que lo que en este tiempo se padece, no es de comparar con la gloria venidera que en nosotros ha de ser manifestada” (Romanos 8:18).