Soy madre adoptiva
Cuando Dios nos da un hijo que no nació de nuestro vientre, sino de nuestro corazón
Por Rebeca Lizárraga R.
Soy madre adoptiva de un hijo que actualmente ya tiene 23 años. Y si bien ha sido una experiencia hermosa y de extraordinario valor para mi vida, también ha sido (como para todas las mamás) una labor ardua. Pero a pesar de ello, ha valido la pena.
Dos cosas hicieron más difícil el proceso de educación de mi hijo: que yo era soltera, y en consecuencia, que mi hijo no contó con la imagen, presencia y autoridad de un padre. Además como es varón he tenido que buscar con más ahínco los puntos de encuentro con él.
Sin embargo, gracias a Dios, tenemos una buena relación, nos queremos y protegemos mutuamente, y somos una familia de dos personas, dos perros y un gato. Pero tenemos una gran y hermosa familia extendida.
Mi hijo siempre supo que era adoptivo. Desde que era muy chiquitito yo le decía que era mi hijo adoptivo y muy querido. Cuando tenía tres años le expliqué que Dios nos ha dado dos formas de tener hijos: la natural, cuando nace un bebé en una pareja que ha formado un hogar; o la de adoptar, que es cuando Dios nos da un hijo que no nació de nuestro vientre, sino de nuestro corazón.
Así, la palabra adoptivo fue muy utilizada entre nosotros y decíamos: Hijo adoptivo equivale a un hijo muy querido y muy deseado.
En México, la mayor parte de las familias que adoptan un hijo buscan mantener toda la vida el secreto. Desafortunadamente, en el momento más conflictivo alguien descubre la verdad y resulta un problema muy fuerte, dramático y doloroso para el hijo adoptivo. Se siente objeto de un fraude. Ese descubrimiento se traduce en un gran caos, y el hijo adoptivo se enoja con los padres, la familia, con Dios y consigo mismo.
Cuando, por el contrario, si se dice la verdad, se asume que Dios, en su generosidad, nos dio un hijo aunque no haya nacido de nuestras entrañas. Yo creo que en cariño, no hay ninguna diferencia. Uno lo ve tan chiquito, tan totalmente indefenso, tan hermoso, que no hace más que quererlo cada día más. Le pasa a todas las mamás.
Soy periodista, y toda la vida trabajé en los periódicos (El Universal, Unomásuno, El Financiero). Pero al ver pasar los años, y que no aparecía una pareja y que mi mamá y hermanos vivían en Guadalajara, entonces le empecé a pedir a Dios por un hijo. Y le pedí con mucha insistencia. Por dos años.
Al mismo tiempo, les dije a todos mis conocidos que si sabían de alguna chica que estuviera embarazada y no quisiera criar a su hijo, que me avisaran. Un día un amigo comentó que su esposa tenía una amiga y la chica que le ayudaba en casa tenía esas características. La conocí y quedamos de acuerdo en que cuando naciera el bebé me llamarían por teléfono.
El domingo 7 de febrero de 1993, a las 7 de la mañana, sonó el teléfono. La persona me preguntó mi nombre y me dijo: “Ya nació, adiós”. Me fui a la clínica. Al llegar supe que era niño. Lo traje a mi casa y lo primero que hice fue ponerlo en las manos de Dios.
Paradita en la sala de mi casa, con ese hermoso pequeñito en mis brazos le dije: “Padre, aquí está este hijo que tú me has dado. Lo pongo en tus manos. Que sea un hombre que siga tus caminos y que tú te agrades de él. Ayúdame a educarlo bien”.
Lo que hice después fue conseguir el teléfono de un pediatra. El bebito estaba bien, excepto que tenía las bilirrubinas altas y sugirió que fuera llevado al hospital para que lo estabilizaran. Así, su primera noche la pasó en el hospital. La mañana siguiente que era lunes, llegó el otro personaje importante en nuestra familia: mi mamá. Vino de Guadalajara para conocer a su nuevo nieto.
Pero el bebito estaba en el hospital. Así que aprovechamos la mañana de ese lunes para comprar ropa, biberones, leche, pañales, cuna y todo lo demás. El martes en la mañana fuimos por nuestro bebé. Y así empezaron varios años muy felices para los tres.
Los primeros días fueron de reacomodos y prisas para satisfacer las necesidades del bebé. Pero con el paso de los días y meses, mi prioridad fue pedirle a Dios en todo momento su dirección, porque era algo importante y difícil educar a un hijo: enseñarle a obedecer a su mamá y a su abuelita, a no decir mentiras, a no agredir con palabras a los demás, a no tomar nada que no fuera suyo, a ser amistoso y compasivo.
Mi mamá y yo reforzamos estos valores durante la primaria y la secundaria. Hemos ante todo buscado a Dios cada día y nos ha ayudado a encontrar la salida para cualquier dificultad que se nos ha presentado. Ha sido extraordinario ver el amor de Dios por nosotros como familia y también por cada uno de sus hijos. Han sido años felices, con sentido y ante todo con la dirección y la gracia de Dios.
Los hijos adoptivos nacen del corazón y son muy, muy amados. Doy gracias a Dios por el privilegio de ser una madre adoptiva.