El diablo había atrapado mi vida

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Había convertido a mi esposa en una mujer triste, histérica, sin aliento verdadero, aterrorizada ante mi presencia

Por Miguel Pérez Ramírez

Cuando escuché o leí (no lo recuerdo) las siguientes palabras, no solo no las entendí, sino que las rechacé: “Yo soy el camino, la verdad y la vida”. Las rechacé, porque nada significaban en el ambiente de maldad en que vivía yo, rodeado de vicios.

Fui de origen muy humilde y crecí en un barrio bajo de la Ciudad de México, sin embargo, durante mi niñez y adolescencia mis padres lograron tenerme apartado de la contaminación social del lugar, habitado por viciosos y delincuentes.

Yo me sentí atraído por los deportes y el estudio, y así pasaron mis primeros quince o veinte años.

Fue en esta edad que trabé amistad con jóvenes que asistían a fiestas familiares y bailes públicos a donde me invitaban y participaba con mucho entusiasmo. Allí comencé a probar el licor, el tabaco y el trato con las mujeres. Sin darme cuenta, iba abandonado mis planes de superación, poco a poco, hasta cambiarlos por una manera más fácil de vivir.

A los 24 años logré un empleo en una compañía dueña de salas de cine en todo el país, donde me dedicaba al servicio técnico de los equipos de refrigeración. Viajaba con mucha frecuencia a diferentes partes de la República.

Así que todo se integró para propiciar mi caída moral: buen sueldo, viáticos, relaciones con gente de dinero que me demostraba su “afecto” invitándome a lugares de vicio, donde yo me sentía cada vez más a gusto, favorecido por la compañía de mujeres, licor, música, dinero y todos aquellos “complacientes amigos”.

En esta época, en un cine de la frontera norte, sufrí un accidente quemándome una mano con el gas refrigerante. El médico del lugar me mandó de regreso a México, y tal parece que esta circunstancia marcó el inicio de mi caída definitiva; que vino a tener su lugar casi veinte años después.

Al restablecerme de la quemadura, entré a trabajar a una famosa compañía en México, en la reparación de equipos electrodomésticos, y me casé. Me casé con una mujer que nunca se imaginó la terrible vida que tendría a mi lado, pues ya para entonces, las tinieblas del vicio me cercaban.

En este nuevo empleo amisté con personas, hombres y mujeres, que también gustaban de los vicios, los cuales ya había yo “perfeccionado y multiplicado”.

Hasta aquí, todo marchó a mi conveniencia. Pero la Biblia dice: “Todo lo que el hombre sembrare, eso mismo segará”. El licor, el tabaco, digamos “normales”, ya no me satisfacían.

Mi conducta general, mi lenguaje, mis planes, mi sensibilidad, todo se había confundido, de tal manera que nadie junto a mí, ni yo mismo, podía vivir en paz.

Había convertido a mi esposa en una mujer triste, histérica, sin aliento verdadero, aterrorizada ante mi presencia. A mi hijo en un niño grosero, maldiciente, agresivo, que hasta a mí me insultaba soezmente, provocando mis carcajadas, y más aún, cuando agredía a alguien yo lo azuzaba al mal.

El diablo había atrapado mi vida. Ya había cambiado amistades “decentes” por otras aún más bajas en todos los aspectos. Consumía bebidas y cigarros terribles, que embotaban mis sentidos al grado de que en su oportunidad, me metí en un problema de riña y estuve preso en el penal de Lecumberri.

Al salir libre, con mayor maldad intervenía en peleas callejeras y desórdenes en contra de las autoridades, lo que me costaba dolorosos castigos.

Llegó el momento cuando mi cuerpo, cansado por los abusos a que lo sometí, se dobló por una penosa enfermedad y fui operado sin grandes esperanzas de vivir.

Nuevamente salí bien librado de esta experiencia y en lugar de regenerarme, empeoré mi comportamiento y mi desprecio por todo lo que me rodeaba. Ni súplicas, ni amenazas, ni rezos, ni lágrimas me conmovían a un cambio de vida.

Dice la Palabra de Dios: “Mas cuando el pecado abundó, sobreabundó la gracia” (Romanos 5:20). Esto fue lo que ocurrió en mi situación. Cuando ya todo estaba perdido, la gracia de Jesucristo me salvó. Bastó una oración que Él inspiró a dos de sus siervos a mi favor, para que mi vida fuera transformada maravillosamente. Toda mi maldad y vicios, Cristo los cambió por alegría y vigor. Todo lo perdido fue recuperado, como señal de su misericordia para conmigo.

Desde entonces trato de servir a Dios. Participo en varias actividades, predico su Palabra y doy testimonio de lo que Jesucristo hace en la vida del hombre que acepta que Él realmente es el camino, la verdad y la vida.

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