Todos sabían que me había casado con la muerte
Tere recuerda que el brujo sí quitó el altar de su casa, pero se multiplicaron ahí mismo los problemas, dificultades, los enredos, angustias, tristezas, desilusiones, carencias
Contado a Rebeca Lizárraga R.
Tenía que parar ese caos. Primero era la vida loca con las amigas, el alcohol, hacer apuestas, adivinar la suerte por medio de las cartas y vivir el reconocimiento y la egolatría porque sí pasaba lo que ella predecía. Luego, entró de lleno a la brujería. Pero ya era demasiado: Tenía que quitar el altar de la santa Muerte que se encontraba en una mesa, en la sala de su casa.
La decisión de frenar el caos, Tere Rico la tomó mientras viajaba de Orizaba, donde vivía, hacia la Ciudad de México porque la llamaron de urgencia puesto que su madre estaba hospitalizada.
Entonces buscó a una amiga, bruja de magia blanca, como ella y le pidió que llamara a su hermano, que era brujo de magia negra, para que él quitara el altar de la muerte en su casa, y así no hubiera consecuencias fatales y muertes entre su familia.
Tere recuerda que el brujo sí quitó el altar de su casa, pero se multiplicaron ahí mismo los problemas, dificultades, los enredos, angustias, tristezas, desilusiones, carencias.
Por eso decidió poner otro altar de la santa Muerte, ahora en su recámara, en el closet. Ahí lo tenía con su imagen, veladoras, dulces, tequila y manzanas que sabía le gustaban a la muerte.
Y a eso añadía sus sesiones de brujería, hacía brebajes y bebidas de efectos especiales, veladoras. “Satanás me utilizaba tanto que ya en el grupo sabían que yo me había casado con la muerte”, recuerda Tere.
Con la enfermedad de su madre, que posteriormente tuvo que ser operada a corazón abierto, Tere decidió frenar de tajo toda esa maldad. Empezó la mejoría de su mamá y se regresó a Orizaba.
En todo el camino se fue pidiéndole a Dios (“Sé que tú eres grande y todopoderoso”) que le ayudara a deshacerse del altar de la santa Muerte “y por favor, Dios, que no pase nada horrible”.
Llegó a su casa y mientras oraba, empezó a deshacer pieza por pieza el altar de su closet y a poner cada cosa en una caja de cartón. Cuando todo estuvo adentro, cerró la caja y se fue con ella a las vías del tren y la dejó en medio. No hubo consecuencias negativas. Se dio cuenta que Dios estaba con ella y la había protegido.
Mientras tanto, su mamá y uno de sus hermanos, Alfredo, habían empezado a estudiar la Biblia y habían conocido a Jesús como su Salvador. Ellos dos, junto con la esposa de Alfredo, Adriana, la invitaban a asistir a una célula cerca de la casa de su mamá, en la zona del Ajusco, en Coyoacán.
Pero ella, viernes tras viernes se negaba, porque precisamente a esa hora pasaban en la televisión, su programa favorito, una serie de mucha acción y misterio.
En una ocasión, esperando su programa, transmitieron uno que ya había visto, así que corrió a alcanzarlos para ir a la reunión a la que tantas veces la habían invitado.
“Quedé fascinada con el ambiente de paz que había en esa casa y la aceptación y el amor que expresaban hacia mí”.
“Entonces me di cuenta de que Jesús me amaba, sin preguntarme si yo era buena o mala persona. Me sentí amada, cuando siempre en la vida me había sentido rechazada por mi madre, mi padre y por lo menos una de mis hermanas”.
El viernes de Semana Santa de 2004, Tere acompañó a su mamá a la Iglesia cristiana al culto en el que se recordó la muerte de Jesús. El Pastor mencionó la grandeza del amor de Cristo que dio su vida por nuestros pecados, y que perdonó así toda nuestra maldad.
“En ese momento entendí todo lo malo que había hecho yo y comprendí que Él me amaba y estaba con sus brazos extendidos para darme un abrazo lleno de cariño. Entendí que Él siempre me protegió y cuidó mi vida, la de mi hija y la de mi familia. Le pedí perdón por todo lo malo que yo había hecho”.
Y se lo dijo a Dios ahí, llorando en abundancia, al tiempo que se sentía consolada por Jesús.
Así, Tere empezó una nueva vida, donde dejó atrás todo lo malo y feo que había hecho y vio con gozo, paz y hasta entusiasmo lo que tenía que hacer. Empezó a conocer y estudiar más de Jesús y buscó tener una relación diaria con Él.
Sin embargo, Tere reconoce que en su andar con Cristo ha tenido altibajos. Pero a pesar de ello, dice, “Dios no me ha soltado de su mano y me permite seguir avanzando”.
Ella fue la sexta hija de un total de 10 hermanos, de la pareja formada por don José Luz (llamado así por nacer el día de la virgen de la Luz) y doña Paz (Pacesita para los amigos).
Su papá era un hombre trabajador, pero jugaba mucho a las cartas, hacía apuestas y malgastaba el dinero. Aun así, siempre llegaba a casa a comer sin saber si había o no dinero. Tampoco aportaba con regularidad para el gasto.
Pacesita estaba obligada a ofrecerle un guisado con carne y un refresco, así que diariamente ella trabajaba muy duro junto con sus hijos para que no faltara la carne por lo menos para el jefe de familia, aunque los demás comieran verduras y frijoles.
“Así actuaba mi mamá, que estaba perdidamente enamorada de mi papá”, recuerda Tere. “Era la costumbre tratar al hombre como rey aunque la mujer fuera menospreciada por cualquier persona, hasta por sí misma”.
Los hijos iban a la escuela del turno vespertino, porque así ayudaban en las tareas y trabajos de Pacesita. Por ejemplo, las hijas mayores preparaban la masa y hacían las tortillas, que luego Pacesita recorría grandes distancias para entregarlas calientitas.
De regreso hacía la limpieza en alguna de las casas o lavaba ropa para recibir un poco más de dinero. A los hombrecitos les tocaba acarrear agua para todas las necesidades del hogar, comprar leña o carbón y también iban a comprar la masa y llevarla hasta el hogar.
Tere siempre sintió que sus padres no la querían porque en general su mamá le hablaba enojada, o no le contestaba si le preguntaba algo. Después se dio cuenta de que su hermana Ana, unos 8 años mayor que ella, por envidia siempre le estaba diciendo a su mamá cosas negativas de Tere.
Tere recuerda que ante esa enorme diferencia entre ella y sus padres y los otros hermanos, al llegar a la célula de sus amigos cristianos, “en donde me extendieron su afecto y amistad, donde por primera vez me sentí aceptada y querida, me di cuenta de otra vida”.
“Nunca he sido rencorosa, pero con Jesús ya tengo otra familia. Para empezar, Él es todo para mí. Además, es mi padre, es mi hermano, es mi padrino, es mi primo. Él me ha dicho en su Palabra que su familia es mi familia. Y no necesito más”, dice con una gran sonrisa Tere Rico.