Historias secretas de la II Guerra Mundial

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Aquello había sido "un acto extraño y maravilloso de la Providencia"

NM 2005

Era cerca de la Navidad de 1944 y Alemania todavía confiaba en ganar la II Guerra Mundial y dominar a todo el mundo. Bajo el mando del general Dwigth Eisenhower las fuerzas aliadas habían llegado hasta Francia; el cuartel del comandante Eisenhower estaba temporalmente en Versalles. 

Representantes de todos los aliados se reunieron en Reims para darse ánimo. Se presentó un breve noticiario cinematográfico con los oficiales deseando feliz Navidad a sus respectivos pueblos. Después una caravana de coches inició el regreso a Versalles. En uno iba el reportero John Carlova. Delante de él iban Eisenhower y su chofer en un Cádillac verde olivo.  

Anochecía y empezó a nevar; el camino con hielo se puso muy peligroso. Carlova y sus compañeros perdieron tiempo cambiando una llanta que se reventó. Cuando, finalmente avanzaron, en el cruce de dos carreteras hallaron a muchos policías militares que paraban a todos, y en la confusión de las sombras vieron un sedán verde olivo volcado con toda la parte delantera destruida. 

Exclamaron: “Dios mío, el automóvil de Eisenhower”. Pero no era un Cádillac. Al lado yacían dos cadáveres, un coronel y un cavo. Un centenar de alemanes habían logrado meterse en París con uniformes americanos y confundieron aquel sedán con el del general. Sin embargo Eisenhower no aparecía.  

Cuando por fin llegaron Carlova y sus compañeros a Versalles, se juntaron con todo el personal aterrados. Una muchacha sollozaba: “Lo mataron, lo mataron”. 

De repente Eisenhower entró con su chofer, rodeado de una docena de policías militares. Se asombró cuando le dijeron lo que había sucedido. 

Finalmente, Carlova le preguntó al chofer por qué no habían venido con la caravana. “A unos 25 kms. de París vimos a un par de viejos sentados al borde de la carretera. La mujer lloraba. El general me hizo parar para ver de qué se trataba. Iban a casa de su hija, en París. Habían caminado el día entero bajo el frío y la nieve, desde un lugar distante del norte, y la anciana ya no era capaz de dar un solo paso más. Usted sabe cómo es el general. Insistió en que teníamos que llevarlos”. 

Carlova entendió entonces, según sus propias palabras, que aquello había sido “un acto extraño y maravilloso de la Providencia”. El chofer terminó: “Tuvimos que desviarnos mucho para poder llevar a la pareja a París. ¡El general siempre está haciendo buenas obras!”.

Adaptado de Historias secretas de la última guerra.

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