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La noche de bodas había sido una maravilla. Entonces, ¿por qué se sentía tan miserable?

Por Elisabeth de Isáis (1925-2012) Ficción

Los suaves movimientos de las palmeras, el pulsante ritmo de las olas del mar, la brisa refrescante, la increíble belleza del ambiente en general... Este hotel era lo más parecido al paraíso imaginable, y Marina suponía que nunca antes alguien había sido tan feliz. Entonces, ¿por qué se sentía tan miserable? 

La noche de bodas había sido una maravilla. Jamás mujer alguna había recibido tantas atenciones, tantos cariños, tantos halagos a su persona, o por lo menos así le había parecido a Marina. Por la mañana había despertado tarde, feliz y contenta, pero cuando se levantó para buscar a Felipe, no estaba. 

A lo mejor había salido en busca del periódico o de unas flores para su joven esposa. Marina se dedicó a ordenar el cuarto, a vestirse con el nuevo traje de un suave color rosa que su mamá le había regalado, y a leer un capítulo de los Proverbios como le había recomendado el pastor que los casó. Tenía hambre, pero Felipe traía todo el dinero y no se atrevía a pedir un desayuno sin tener algo para la propina. 

¿Dónde estaría su marido? Marina prendió la televisión pero nada le interesaba y la apagó. Repasaba todo lo que sabía de los gustos de su esposo, esperando encontrar alguna luz sobre su desaparición, sin hallar respuesta alguna. Su noviazgo solo había durado tres meses.  

Como reloj Felipe la había buscado cada miércoles y sábado a las 7 de la noche, platicando un rato con sus papás antes de salir con ella a algún restaurante de lujo o a algún evento divertido o cultural. 

¡Qué orgullo pasear al brazo de un hombre tan bien parecido, tan alto y elegante, tan atento! Marina no entendía qué atracción hallaba él en una niña sencilla como ella, una mera secretaria ejecutiva, pero su padre aprobaba el noviazgo y ella... pues estaba enamoradísima. Soñaba con Felipe día y noche y religiosamente guardaba los miércoles y sábados para él. Siempre se portaba correcto y respetuoso con ella, nada de vicios ni excesos. Y todas sus amigas se morían de envidia. 

Le dolía que los domingos Felipe nunca pudiera acompañarla a su otro amor, que era la Iglesia cristiana. Platicaron del asunto y él le aseguró que una vez casados y liberado él de ciertas presiones del negocio de sus padres, todo sería distinto, que realmente compartía su amor por Jesucristo pero que por el momento sus circunstancias eran complicadas. 

Con su sonrisa cautivadora y sus ojos expresivos, oh, ¡qué ojos negros aquellos! Felipe le aseguró de cuánto la amaba, que era la mujer de sus sueños y que la había buscado por largos años, Sí, le llevaba diez años, lo cual no era obstáculo para un buen matrimonio, según su papá, aunque su mamá tenía sus reservas. En fin, se habían casado ayer y como regalo sus hermanos los enviaron en avión a Puerto Vallarta para cuatro días en este paraíso al lado del mar. 

Por la ventana las olas la llamaban. Un velero de colores se acercó a la playa y se alejó. De vez en cuando un avión cruzaba el perfecto azul del cielo. Los niños y jóvenes en las albercas gritaban de alegría, y pareja tras pareja pasaba frente a su mirada, algunas agarradas de la mano, otras apresurándose para llegar al agua transparente de las piscinas o para tirarse en las olas que se rompían en la arena.

Se fijó en un matrimonio de edad madura, muy tierno, cargando lo que parecía ser una Biblia. ¡Ojalá su esposo y ella caminaran así al paso de los años! Pero por el momento, allí estaba encerrada y abandonada… 

Marina no era una mujer tímida. ¿Y si salía a caminar y a buscar a Felipe? Eran las dos de la tarde y traía un hambre feroz. Escribiría una nota para su esposo y se iría. ¿Pero cómo volvería a entrar al cuarto? Solo habían recibido una llave, mas bien una tarjeta, al registrarse anoche como marido y mujer. Indudablemente Felipe se la había llevado. 

Tocaron a la puerta. ¡Felipe! Con una enorme sonrisa corrió a abrir y sorprendió con su entusiasmo a la recamarera con su carrito lleno de toallas, bolsas, frascos y escobas. Se le ocurrió una idea.  

“Señorita, ¿cuánto tiempo estará en este piso? Mi esposo salió con la llave y quiero buscarlo un momento. ¿Me puede abrir de nuevo en unos treinta minutos?” 

“Me voy en veinte minutos, señora, pero con gusto la espero si no tarda mucho". 

Marina se alejó a toda prisa. El hotel era muy grande; ¿dónde podría estar Felipe? Como no traían coche, sin duda estaba en algún lugar adentro. Revisó las albercas y los tres restaurantes, sin divisarlo. ¡Qué bien olía la comida! ¿Qué estaría haciendo ese hombre? ¿Qué accidente habría tenido, qué terrible problema? 

Sintiéndose abrumada por el pánico, Marina se dio cuenta de lo poco que sabía de su marido.  

No conocía su casa, ya que sus padres vivían en otra ciudad. Habían asistido a la boda y parecían buenas personas, comerciantes en muebles, pero ¿quiénes eran en realidad? 

¿Cuáles eran sus valores, sus experiencias espirituales, sus antecedentes? ¿Cómo se había portado Felipe de niño, de joven, de soltero antes de conocerla? 

De repente lo vio. Estaba sentado en una mesa en el bar, una muchacha en bikini sobre sus piernas, tomando lo que evidentemente era una bebida alcohólica. Sus ojos estaban vidriosos. Con el corazón en la mano Marina se alejó sin que la viera, y entonces pidió ayuda a la persona más indicada, a Dios. 

¿Qué hacer? En seguida se acordó de la hermosa pareja de edad madura que cargaba una Biblia. Sin dinero, sin la llave del cuarto, todavía tenía plena esperanza de salir delante de su situación porque no estaba sola. Jesús estaba con ella. 

Cuando halló a la pareja, sentada frente al mar, la escucharon con compasión. “¿Podrían acompañarme al cuarto?” les pidió. “Necesito llamar a mis papás para que me rescaten de esta terrible situación. Debo salir del hotel de inmediato y esconderme de Felipe. Necesito...”. En eso empezó a llorar como una niña, grandes sollozos de desesperación.

La bondadosa señora la abrazó mientras caminaban al cuarto, y el esposo le ayudó a empacar las cosas y salir. 

La pareja tenía coche, así que la llevaron al aeropuerto donde Marina pudo hacer los arreglos necesarios para regresar a casa. Se sentía aturdida, confundida y violada. ¿Qué hacer? ¿Por qué no había acatado el sabio consejo del pastor de su iglesia, de que el noviazgo debía durar por lo menos un año además de ser con un joven cristiano? 

Apoyada por su familia, y con las pruebas de su falsedad, tomó una firme decisión: no seguiría con la relación. Descubrió que él ya era casado y todo había sido una farsa. 

Felipe trató de hacerle pleito y obligarla a pagar una fuerte suma por quién sabe qué concepto, pero Marina no se amedrentó. Pasaron años antes de que permitiera que otro hombre robara su corazón. Ahora, desde luego, se aseguró de conocerlo a fondo, sobre todo sus valores espirituales, antes de decirle que sí.

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