El compañero de juegos
Aquellos momentos iban y venían en su mente, pues quien ha visto un ángel no puede olvidarlo jamás
Por Julio Moreno Vega
No sabía si soñaba o se lo imaginaba, pero las imágenes que alguna vez había vivido le parecían a cada instante más y más frescas, como si con esta frescura venida del inconsciente, calmara la fiebre tan alta que padecía. Veía y palpaba las estrellas de la noche como cuando estaba en casa, cuando era niño, cuando acurrucaba el rostro cándido en el regazo de su madre, y en sus vigilias que en hombre le formaron.
No sabía por qué, pero principalmente recordaba el día en el que se atrevió a contarles a sus padres que su compañero de juegos era un ángel del cielo. Solo su madre le creyó, aunque quizá pensó que verdaderamente la fiebre ocasionada por el paludismo, le hacía delirar y decir cosas sin sentido, o que su sentido deliraba a propósito.
Aquellos momentos iban y venían en su mente loca. Hoy en esta cama de hospital, cuando la enfermedad era un huésped que importunaba su vida, volvía a estar con él su amigo el ángel, pues quien ha visto un ángel nunca puede olvidarlo jamás.
Repentinamente en su estado febril, comenzó a reír (para asombro de las enfermeras y doctores) como lo hizo aquella tarde en que su perro Toy le ladró al ser angelical y lo asustó tanto que subía una y otra vez golpeando su cabeza contra el techo, mientras él bajaba presuroso las escaleras en busca de auxilio. O aquella mañana en que al mensajero celestial se le torcieron los tobillos por jugar al futbol y se fracturó el ala derecha. O la lluviosa noche en la que un carro ensució sus vestiduras blancas con lodo callejero.
El sol subía y volvía a caer. Venía la primavera; los pájaros cantaban como cuando niño. El mundo era chiquito, la dicha inmensa. Gozaba de la amistad, pues es ella quien multiplica los goces y divide las penas.
De repente su dolor desapareció en la corriente del viento fresco. El compañero de juegos le anunció que tenía que regresar al cielo. ¡No, ahora no lo dejaría ir! Le suplicaría, si fuera necesario. De pronto oyó que la criatura celestial le decía otra vez muy quedito: “Se me ha agotado el tiempo para acompañarte”.
“¡No te dejaré ir!”, gritó con todas sus fuerzas, y no sintió ninguna pena.
En ese momento comenzó a faltarle el aliento de vida. El dolor lo había vencido ya. Pasaba el ardiente verano, pasaba el otoño también, y dejaba sus flores caer.
Imperceptiblemente alguien le ayudó a cerrar sus ojos. Sostuvo el último aliento... Ahora volaba sobre las alas del ángel.