Tesoros ocultos
Ocultamos lo mejor que tenemos
Por Keila Ochoa Harris
Cuenta Henri Nouwen que en cierta ocasión recibió una visita. Debía ir a trabajar, así que dejó a su invitada en casa. Cuando regresó, encontró su mesa vestida con un elegante mantel, una vajilla de porcelana y cubiertos de plata; flores, una vela encendida y una botella de buen vino.
—¿Qué es esto? —preguntó.
—Quería darte una sorpresa —respondió Jan.
—¿Y de dónde sacaste todas estas cosas?
Ella lo contempló con una expresión curiosa.
—De tu propia cocina. Estaban en tus alacenas.
Nouwen concluye que un extraño había entrado a su cocina para mostrarle su propia casa. Esta pequeña anécdota nos enseña dos cosas:
Solemos ocultar lo mejor que tenemos.
Cuando me casé recibí cosas hermosas: una vajilla, una buena plancha, unas cubiertas importadas para almohada. ¿Qué hice? Guardarlas. Saqué y usé la vajilla menos hermosa, la plancha más sencilla y las sábanas que traía de casa. ¡Qué gran error! Decimos que la mejor vajilla es para recibir a personas especiales. ¿Pero no son únicos nuestros hijos?
Lo mismo hacemos en el corazón. Ocultamos lo mejor que tenemos. Algunos usamos poco nuestra sonrisa, como si se nos fuera a empañar. Quizá escondemos nuestros talentos, pensando que si los usamos los iremos desgastando.
Olvidamos lo que tenemos.
Cuando estamos limpiando el clóset encontramos el saco que nos regalaron hace años y era perfecto para la pasada boda de nuestro familiar. O nos damos cuenta que en el fondo del baúl hay un libro idéntico al que acabamos de comprar.
Lo mismo pasa en el corazón. Olvidamos que un día nos gustó escribir poesía. No nos acordamos de los sueños de nuestra juventud por viajar a otros lugares y hablar de Jesús.
¿Qué hacer? Traer al mejor invitado a casa. Si bien nuestro cónyuge o un buen amigo nos puede recordar lo que tenemos o nos puede motivar a no esconder lo mejor de nosotros, ningún otro invitado tendrá la misma eficiencia que Jesús.
Cuando Jesús entra al corazón nos muestra los tesoros ocultos que él mismo plantó allí hace tiempo. Él sabe que en la alacena tenemos la capacidad de enseñar su Palabra. Él colocó la bondad en nuestro armario para tender una mano al necesitado.
Cuando Jesús entra a nuestro hogar, nos enseña los tesoros que anidan en los rincones. Dejemos que nos muestre nuestra propia casa. A final de cuentas, él es quien conoce mejor que nadie nuestro corazón.
Tomado de la revista Prisma 42-1