La soberbia
¿Qué hacer al respecto?
Por Elisabeth F. de Isáis (1925-2012)
En la universidad de Copenhague, en Dinamarca, tienen una gran estatua de Cristo con los brazos abiertos como diciendo: «Ven a mí». Lo interesante del monumento es que para verlo mejor y sentir todo su impacto como obra de arte, es necesario arrodillarse y mirarlo desde esa posición de humildad.
No creemos en adorar a las estatuas de Cristo ni mucho menos, pero la intención del escultor guarda una verdad profunda, para ver bien a Jesucristo debemos humillarnos. La persona llena de orgullo y de soberbia no puede encontrar a Dios. Para recibir la salvación es necesario reconocer que somos pecadores y pedir perdón al Señor.
La vida cristiana es de absoluta dependencia de Dios, de entregar nuestra voluntad a él, pidiendo que nos use como canal de bendición para otros, y aceptar que cada día necesitamos la limpieza del Espíritu Santo. Bajo tales condiciones es imposible que tengamos orgullo y actuemos con soberbia.
Sin embargo, muchas veces nuestra naturaleza carnal nos lleva hacia ese defecto. Entonces será útil recordar las palabras del capítulo 16 de Proverbios en los versículos 18 y 19: «Antes del quebrantamiento es la soberbia, y antes de la caída la altivez de espíritu. Mejor es humillar el espíritu con los humildes que repartir despojos con los soberbios».
El mismo concepto se repite en Proverbios capítulo 29, versículo 23: «La soberbia del hombre le abate; pero al humilde de espíritu sustenta la honra».
¿Qué nos enseñan estos textos? La idea central es que la soberbia nos hace daño, nos hace caer, nos quebranta y nos abate. Dios no prospera a la persona soberbia porque en esencia está rebelándose contra él, creyendo ser alguien cuando delante de Dios no somos nada ni nadie. Además dice que es mejor humillar el espíritu con los humildes, y que al humilde de espíritu le sustenta la honra.
Muchos de los hombres más grandes de la historia gozan de la admiración de los pueblos, pero han sido humildes de espíritu en medio de sus grandes hazañas. Cuando nos enorgullecemos es cuando empieza nuestra caída.
Un incidente en la vida de Benito Juárez, el hombre más honrado de la historia de México, demuestra su humildad. Siendo gobernador del estado de Oaxaca, en una emergencia nacional, fue a ofrecer sus servicios como humilde soldado en Acapulco. Sin identificarse dijo que estaba dispuesto a hacer cualquier cosa para ayudar a su Patria. Le dieron un uniforme cualquiera, le preguntaron si sabía leer y escribir, y le asignaron un trabajo común. Más tarde, cuando llegó un paquete dirigido al licenciado Benito Juárez, descubrieron para su asombro exactamente quién era el humilde individuo que estaba ayudando en la causa.
Para los cristianos el principio es el mismo. Algunas personas se creen mucho por su belleza física, su posición social, su dinero, sus talentos, su fama, su posición en alguna organización o sus títulos universitarios, pero se equivocan. Proverbios capítulo 8, versículo 13 dice: «El temor de Jehová es aborrecer el mal; la soberbia y la arrogancia, el mal camino y la boca perversa, aborrezco». Jehová aborrece la soberbia.
El verdadero espíritu de Cristo es el humilde y servicial. Él se humilló hasta la cruz por nosotros. Si no hemos podido vencer nuestra soberbia, pidamos ayuda al Espíritu Santo, reconozcamos delante de él esta debilidad con toda franqueza y sinceridad, y él nos cambiará, nos hará más semejantes a Cristo.
Solo un pensamiento más. El libro de Proverbios nos da un consejo práctico: «Alábete el extraño, y no tu propia boca; el ajeno y no los labios tuyos» (Proverbios capítulo 27, versículo 2). Para llevarnos bien con toda la gente, tenemos una regla infalible: guardar silencio en cuanto a los triunfos que hayamos logrado. Si otros nos alaban está bien, pero no lo hagamos nosotros mismos. Vivamos con toda humildad, siempre.
Tomado de la revista Prisma 43-3, mayo-junio 2015