Cómo sobreponerse a la desilusión

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Como tomamos de aquí y de allá, dejamos el rompecabezas incompleto y alteramos la realidad. Queremos los beneficios, pero no las responsabilidades. Por eso, necesitamos quitarnos la venda y observar el panorama completo, tal cual es

Por Keila Ochoa Harris

Frustración, abatimiento y derrota son sentimientos ligados a la desilusión. La recién casada que descubre que su esposo ronca;  la recién jubilada que carece de los medios para irse al viaje que siempre soñó;  la niña que en su cumpleaños no encuentra la muñeca de su preferencia;  la novia que después de su primer beso se pregunta si eso es todo;  la recién egresada que realiza labores tediosas en la oficina;  la estudiante que concluye que su universidad no es la cuna del saber.

Todas hemos probado las aguas amargas de la desilusión. ¿Pero qué es exactamente? La Real Academia Española la define como “la acción y efecto de desilusionar o desilusionarse”, lo que no nos ayuda mucho. Pero si buscamos “desilusionar”, encontramos que conlleva perder las ilusiones. 

Entonces nos adentramos a la palabra ilusión, y todo se aclara. Una ilusión es “un concepto, una imagen o una representación sin verdadera realidad, sugeridos por la imaginación o causados por engaño de los sentidos”.

Esta definición produce escalofríos. ¡Con razón sufrimos tantas desilusiones! ¡La imaginación nos traiciona y los sentidos nos enredan! Hablamos de un sentimiento que, si bien no es tangible, lo reconocemos por sus efectos. ¿Qué provoca? Tristeza, decepción, cansancio, entre otras cosas. Así que, ¿cómo sobreponernos a la desilusión?No queriendo hablar de mi limitada experiencia, acudí a la Biblia y hallé un ejemplo contundente. De hecho, me topé con el grupo más desilusionado de la historia, y aprendí mucho de él. ¿Quiénes eran? ¿Qué ilusión albergaron? ¿De dónde provino su frustración?

Durante años, ellos recibieron conceptos, imágenes y representaciones que alimentaron su imaginación. Notemos que sinceramente no “inventaban” nada. Todo había sido escrito en esos rollos que celaban y memorizaban. ¿Y qué surgió de esto? Una ilusión.

Soñaban con un Mesías, un libertador, un escogido. Sabían que sería un judío, un descendiente del mismo rey David y que acabaría con los enemigos de Israel, ese pequeño pueblo en medio de tres continentes, que desde sus inicios causó estragos y dolores de cabeza.

Realmente, nadie en sus cinco sentidos rogaría pertenecer a ese puñado de hombres y mujeres que practicaban una religión estricta, en la que no comían carne de cerdo, ni esculpían estatuas de los dioses. 

Seguían diez mandamientos, sumados a rígidos reglamentos de vestuario y conducta. Si alguien volviera a esas épocas, con derecho a elegir una nacionalidad, probablemente los judíos ocuparían el último lugar, ya que competían contra los enigmáticos egipcios, los intelectuales griegos, los poderosos romanos, los acaudalados persas y los sofisticados babilonios.

Sin embargo, este pueblo se aferraba a la promesa de Dios de enviar un Mesías, un libertador, un escogido. De trozo en trozo profético, construyeron la imagen de este paladín que tomaría leche y miel, que montaría un caballo blanco y que posaría sus pies sobre un monte para partirlo a la mitad. Todo apuntaba a un hombre poderoso, victorioso e irresistible.

Año tras año acariciaron esta idea, sin olvidar que algunos sabihondos agregaron detalles aquí y allá. ¿Qué hizo este pueblo? Lo que nosotras solemos hacer. 

No inventamos cosas de la nada, simplemente tomamos una pieza de aquí y otra de allá, y soñamos con un matrimonio que solo implica desayunos en la cama, piropos diarios y flores en los aniversarios; o queremos un bebé dormidito, que no llorará ni ensuciará pañales; o pensamos que la vejez consistirá en descansos, visitas a la familia y tiempo para practicar un pasatiempo. 

En otras palabras, de lo que ya existe, elegimos lo más hermoso y conveniente, y construimos nuestra ilusión. Nos formamos, mentalmente, nuestro propio “mesías”.

Pero regresemos a ese grupo de ilusionados. ¿Qué sucedió? Una tragedia. En el siglo primero, llegó Jesús, quien dijo ser el Mesías. ¿Y qué ocurrió? El pueblo se desilusionó. Esas imágenes sugeridas por su mente se vinieron abajo.

El problema comenzó desde su nacimiento. El Mesías (ese rey de linaje davídico y divino)no nació en un palacio, sino en un establo;  no se acostó en una cuna, sino en un pesebre (lugar para la comida de los animales);  no nació de una pareja exitosa, sino de un carpintero y una chica desconocida.

El niño creció, a la par de las desilusiones. No se crió bajo la tutela de los rabinos más afamados, sino que aprendió en la sinagoga local de Nazaret, un pueblo insignificante al norte del país. Una vez adulto, no juntó un ejército, sino a unos pescadores y parias de la sociedad. Peor aún, no acabó con el poderío romano, sino que murió crucificado, precisamente por los romanos.

Supongo que no ha existido una desilusión más aguda y profunda. ¿Por qué? Porque esta desilusión se traducía en que los judíos continuaban siendo un pueblo dominado, perseguido e indefenso. El hecho de que el Mesías no gobernara con vara de hierro destruía los fundamentos de su fe. Aun así, los judíos se sobrepusieron, aunque debo aclarar que hubo dos conjuntos de personas, y cada uno optó por un rumbo distinto.

Observemos al primer subgrupo representado por los fariseos, los estudiosos de aquel tiempo y los más devotos a su religión. ¿Qué hicieron con este hombre llamado Jesús que se decía ser el Mesías? Como primer paso, ignoraron el tema, es decir, fingieron que nada extraño estaba ocurriendo a su alrededor. Cuando Jesús, quien se decía el Mesías, se presentó en el templo a los doce años y sorprendió a los maestros por su sabiduría, en lugar de invitarlo a sus escuelas o seguir su pista, lo dejaron ir.

En ocasiones, actuamos igual que esos fariseos e ignoramos el problema. “Como el matrimonio no es lo que pensaba, fingiré que sigo soltera”. ¡Qué actitud tan errónea! Creer que algo “no existe”, no hará que así sea. Puedo repetirme todo el día: “No soy mexicana, no soy mexicana”, pero una simple revisión a mi pasaporte me desmentirá, y ¿para qué gasté tanta energía?

Cuando los fariseos se dieron cuenta de que “ignorar” el problema no desaparecía al Mesías, ni la fama que iba ganando, optaron por un segundo método:  molestar. Podemos abrir los Evangelios al azar, y en casi todas las historias de milagros, aparece un puñado de fariseos. ¿Qué hacían? Observar, criticar, enfadarse. Lanzaban preguntas capciosas, incitaban al pueblo a dudar y cuestionaban la autoridad de Jesús.

Una mosca puede hacernos perder la paciencia. ¡Un mosquito en la noche aún más! Tristemente, a veces nos comportamos como esos fariseos o como esos mosquitos. Ya que nos hemos desilusionado del matrimonio, hacemos miserable la vida de nuestro marido con nuestras quejas, nuestra mala cara y nuestros berrinches. Quizá no pataleamos ni berreamos, pero gota a gota, palabra a palabra, actitud a actitud, lo hartamos.

Finalmente, cuando los fariseos reconocieron que no podían “ignorar” a Jesús y que sus “molestias” no surtían efecto, decidieron “eliminarlo”. No más atajos. No más espionaje. ¿Lo peor del asunto? Lo lograron. Jesús murió.

Muchas veces, concluimos que esta acción es la correcta, y “eliminamos” nuestro matrimonio por medio del divorcio, “eliminamos” nuestra carrera y desertamos a mitad de los estudios, “eliminamos” la vejez y dejamos de comer, “eliminamos” a nuestros hijos y contratamos una niñera.

Pero para comprender si los fariseos tomaron el rumbo correcto, basta revisar la historia. No volvemos a escuchar de ellos. Después de atestiguar la muerte de Jesús, aparecen esporádicamente, pero ya sin relevancia. Se pierden en las páginas de la historia y de su pueblo, pues al no saber enfrentar la desilusión, echaron fuera la esperanza. 

Ellos hubieran jurado que tenían esperanza, la esperanza de que aparecería el “verdadero” Mesías, pero sobre sus hombros llevaron a cuestas el asesinato de un hombre inocente. No comprendieron que Jesús, el hijo del carpintero, era el verdadero Mesías.

Qué tragedia terminar así. Qué pena que la desilusión nos aplaste y nos haga perder lo más valioso en la vida. Por eso, antes de continuar, simplemente evaluemos nuestra actitud. ¿Hemos ignorado a Dios? ¿Hemos molestado a quienes aman a Dios? ¿Hemos eliminado a Dios de nuestra agenda?

Los fariseos cometieron tres errores: ignorar la desilusión, molestar a quien los había desilusionado y eliminar la situación (o por lo menos intentarlo). Tres senderos falsos que solo acarrearon frustración, envidia y homicidio.

Afortunadamente, hubo un segundo subgrupo de personas que tomó el buen camino y encontró al verdadero Mesías. Al principio, al igual que los fariseos, sospecharon de Él; incluso uno se atrevió a preguntar: “¿Puede salir de Nazaret algo bueno?” Sin embargo, a diferencia de los sabios de la época, hicieron, por lo menos, tres cosas que cambiaron sus vidas para siempre.

Primero, dieron un paso de fe. Tal como las mismas Escrituras lo indicaron, el Mesías se presentó sin atractivo físico. No era un galán de telenovela, e incluso se insinúa en Isaías que nada lo hacía sobresalir a primera vista. 

Pero cuando algunos pescadores vieron su bautismo, cuando un cobrador de impuestos recibió una invitación, cuando un guerrillero se acercó al hijo del carpintero, decidieron seguirlo. Estos hombres se arriesgaron. Tenían mucho qué perder. Si dejaban su oficio, no habría comida en casa, pero a pesar del costo, creyeron.

Los chinos tienen un dicho que advierte que un trayecto de mil millas comienza con el primer paso. Cuando viene la desilusión, precisamente necesitamos un paso de fe. Fe en que la vida en pareja es hermosa, pero requiere trabajo;  fe en que criar un hijo es un privilegio, pero implica sacrificio;  fe en que Dios conoce nuestro deseo por casarnos (aun cuando parezca que “ya se nos fue el tren”) pero que debemos esperar en Él.

La fe no se compra, se practica. Ante la más grande desilusión, la fe nos sostiene. Tal vez nuestro hijo ha hecho todo lo contrario a lo que le enseñamos;  quizá nuestro esposo nos ha traicionado;  puede ser que nuestra mejor amiga ha inventado un chisme sobre nuestra persona. 

Necesitamos creer que podemos recuperar a nuestro hijo, a nuestro esposo, a nuestra amiga. Necesitamos dar un paso de fe. Pero no fe en el género humano, pues seremos defraudadas;  no fe en nosotras mismas, pues no ganaremos nada. Lo importante de la fe no es cuánta tenemos, sino en quién la depositamos.

Estos judíos que conocemos como los discípulos, dieron un paso de fe ante su desilusión, pero si lo hubieran dado con alguno de esos “mesías” falsos que aparecían de la nada, hubieran sufrido más que los fariseos. El éxito dependió en el hecho de que depositaron su fe en Jesús, y no se equivocaron.

Notemos rápidamente que ninguna desilusión (ni sobre el matrimonio o la maternidad o la vida profesional) se compara a la decepción espiritual, a ese vacío que no se llena con yoga, ni con peregrinaciones, ni con pensamiento positivo. ¿A qué se debe esto? A que no se basa en cuánto creemos en una terapia o en el ejercicio o en las buenas obras, sino en quién apostamos la vida. ¿Hemos creído en Jesús?

En segundo lugar, después de dar un paso de fe, los discípulos aprendieron que no se trataba de practicar un credo, sino de cultivar una relación con Jesús. Poco a poco entendieron que más que sanar enfermos o hacer milagros, Jesús deseaba ser su maestro y su amigo. 

Él se sentaba a comer con ellos y les contaba historias. Paseaba a su lado por caminos polvorientos. Conocieron a Jesús mediante una convivencia diaria, durante tres años, y así comprendieron que Jesús no predicaba a un Dios distante, sino a uno cercano, uno con el que Jesús mismo se comunicaba constantemente.

De hecho, los discípulos no le dijeron: “Señor, enséñanos a sacar demonios”, o “Señor, enséñanos a sanar ciegos”. Le pidieron: “Enséñanos a orar”. ¿Qué vieron durante esos tres años que propició semejante ruego? Me atrevo a decir que anhelaron esa íntima relación que Jesús tenía con Dios mismo, y quisieron gozarla también.

Ante la desilusión, no olvidemos que en primer lugar, se trata de una relación con Dios. Los fariseos en su ceguera se perdieron la oportunidad de conocer y tratar al hombre más maravilloso que ha pisado el planeta. Los discípulos, en cambio, convivieron con Él de maneras que no alcanzamos imaginar.

¿Nos estamos perdiendo de ese privilegio? ¡No lo hagamos! Cultivemos una relación con Dios. Aceptemos nuestra necesidad de Él y reconciliémonos con Él. Busquémoslo a través de la oración y la lectura de la Biblia.

Pero también recordemos que ante la desilusión del día a día, debemos trabajar en nuestras relaciones personales. En lugar de quejarnos del marido, trabajemos en recuperar su complicidad y su amor. En lugar de quejarnos del trabajo, conozcamos a nuestros compañeros de oficina. En lugar de quejarnos de la escuela, forjemos amistades. 

En lugar de quejarnos de los hijos, edifiquemos una sólida comunicación. En lugar de quejarnos de nuestra soltería, ensanchemos nuestro círculo de conocidos. En lugar de quejarnos de la vejez, busquemos otras mujeres para formar un club de tejido.

Un paso de fe. Una relación. Como tercer punto, esto provocó un cambio de mentalidad. Si volvemos a la definición de ilusión, recordaremos que todo nace en nuestra cabeza. Como tomamos de aquí y de allá, dejamos el rompecabezas incompleto y alteramos la realidad. Queremos los beneficios, pero no las responsabilidades. Por eso, necesitamos quitarnos la venda y observar el panorama completo, tal cual es.

Recordemos que los fariseos desaparecieron de la historia, pero más aún, nunca vieron el cuadro completo. No captaron que el Mesías vendría una primera vez en humildad, y una segunda vez en poder y gloria. No entendieron que tenía que ser así para que, de ese modo, todos los hombres, a lo largo de los siglos, tuviéramos la oportunidad de acercarnos a Jesús por voluntad propia.

A diferencia de ellos, los discípulos resaltan en las páginas de la historia, no solo porque adquirieron un poder sobrenatural que los hizo viajar fuera de su país a regiones que probablemente nunca imaginaron, sino porque miraron con claridad la profecía. Embonaron cada frase descriptiva del Mesías en Jesús, porque Él cumplía con todos los detalles de las Escrituras.

Cuando depositamos nuestra confianza en Dios y pasamos tiempo con Él para conocerlo, adquirimos una nueva perspectiva. Notamos que no se trata de nosotras, sino de Él. Captamos nuestra insignificancia y contemplamos su majestad. Aún más, valoramos que el matrimonio (o la maternidad, o la vejez, o la soltería) no está hecho para darnos felicidad, sino para hacernos más santas, más como Jesús.

Al cambiar nuestra mentalidad (como sucedió con los discípulos), somos capaces de ir más allá. No solo buscamos recuperar nuestro matrimonio, sino también el de los demás;  no solo velamos por los hijos, sino hasta por un niño de calle;  no solo amamos a nuestros amigos, sino incluso a nuestros enemigos;  no solo buscamos trabajo, sino que proveemos fuentes de ingreso para otros.

Esta no es una receta sencilla. No son tres escalones, sino tres círculos que sostienen nuestra vida. Después de nuestro primer paso de fe que reconoce que Jesús es Dios y que lo necesitamos, vendrán otros momentos en que la fe seguirá siendo indispensable. Fe en que las promesas de la Biblia son verdad;  fe en que Dios está al tanto a pesar de la enfermedad;  fe en que ante cada nueva desilusión habrá nuevas enseñanzas.

Por otro lado, conocer a Jesús no se consigue en un segundo. Las mujeres con más de cuarenta años de casadas aún se sorprenden de nuevas facetas que descubren sobre sus maridos. Una relación lleva tiempo (a los discípulos les tomó tres años). Requiere un sacrificio, los discípulos renunciaron a su vida de ese momento (a nosotros nos exige apartar un tiempo para estar a solas con Dios). Pero los resultados sobrepasarán nuestros sueños.

Por último, el cambio de mentalidad no funciona como en una computadora. No se trata de borrar el disco duro e instalar un nuevo software. Más bien se compara a la naturaleza, a una planta que crece o a un bebé que madura.

A final de cuentas, como siempre pasa, Dios hizo lo mejor al presentar primero al Mesías sufriente. ¿Sentiríamos la misma confianza si Jesús hubiera llegado en ese caballo blanco la primera vez? ¿Acaso no nos conmueve que, al montar un pollino, sentimos que Él comprende la pobreza y la humildad? ¿No es acaso ese Mesías despreciado y abatido, varón de dolores y experimentado en quebranto, un Dios al que nos podemos acercar con total confianza en medio de la aflicción?

Él nos entiende, pues estuvo en nuestros zapatos. No es un Dios de “clase alta”, sino uno que se identificó con nosotros en las peores circunstancias. Por ello mismo, es el experto en transformar desilusiones en realidades de gozo, paz y alegría. Y mejor aún, es un Dios que siempre superará nuestras expectativas. 

Tomado del libro Mujer, más que una palabra, editado por Elisabeth de Isáis, Ediciones Milamex.

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