El día que perdí la máscara
Esa gran gloria y grandeza, aquel tremendo magnetismo, misterio y soberbia que rodean a la máscara de pronto se esfumaron. Sintió una gran tristeza y soledad al verse a sí mismo como lo que era, tan solo un ser humano frágil
Contado a Rebeca Lizárraga R.
La Arena México estaba llena. Era un Encuentro de Máscaras. Pusieron en el ring una jaula y dentro de ella a 12 luchadores enmascarados. Joel Bernal Galicia, El Olímpico, estaba en el apogeo de su carrera, rodeado de gloria, de miles de aficionados que lo veían como un dios, de hermosas mujeres, de vino, drogas, derroche y riqueza. Recuerda esa noche del viernes 3 de septiembre de 2010 como si fuera ayer.
Fue una lucha todos contra todos. La emoción era implacable. De los 12, al final solo quedaron La Sombra y El Olímpico. El combate fue aguerrido, parecía mortal. Por fin La Sombra le arrebató la máscara al Olímpico.
Esa gran gloria y grandeza, aquel tremendo magnetismo, misterio y soberbia que rodean a la máscara de pronto se esfumaron. Sintió una gran tristeza y soledad al verse a sí mismo como lo que era, tan solo un ser humano frágil. Joel estaba seguro de que nadie querría saber nada de ese perdedor.
Perder la máscara implica para la mayoría de los enmascarados, el final de su carrera. Pero para su gran sorpresa, no fue así. Apenas tuvo un día para reponerse de esa gran derrota y el siguiente domingo volvió a luchar, ahora sin máscara, viendo de frente a todo mundo y dejando que todos lo vieran a él tal como era.
La pérdida de su máscara significó una gran transformación en su vida, pero no fue la única situación que lo tocó. En 2005, cuando estaba consolidando su carrera como luchador, en plena lucha, El Olímpico tuvo un accidente.
En esa ocasión estaba peleando por el Campeonato Mundial de Parejas. Eran Atlantis y Blue Panther contra Bucanero y El Olímpico. La lucha era aguerrida y las emociones no daban ya para más en los aficionados. De repente, Olímpico se preparó para efectuar un lance hacia afuera del ring para impactarse contra su rival Atlantis. No se sujetó bien de la tercera cuerda y cayó aparatosamente de cabeza en la tarima del cuadrilátero.
El silencio fue absoluto. Todos pensaron que El Olímpico había muerto, o si no, seguro quedaría totalmente inválido. A pesar de que tuvo una fisura en la tercera vértebra cervical, Joel supo que la mano de Dios estuvo con él en ese momento y que “tenía un propósito para mi vida”. Sí, perdió esa lucha junto con el Bucanero, pero no le pasó nada a su cuerpo.
Olímpico ha visto la mano protectora de su Padre en otras ocasiones también. Cuando tenía 20 años, después de trabajar duro en el Deportivo Guelatao de La Lagunilla, de ejercitarse como un luchador técnico, con las técnicas grecoromanas, de haber sido entrenado por el campeón olímpico mexicano 1984, Daniel Aceves y de haber luchado en muchas ocasiones de manera libre, en deportivos o arenas poco importantes, decidió lanzarse y debutar ya de manera profesional.
Apenas unos días antes de la fecha ya programada para su debut, sufrió un accidente automovilístico en carretera tan grave que de los cuatro jóvenes que iban todos sufrieron lesiones, pero uno de ellos, a los pocos días perdió la vida. Olímpico quedó lastimado de la cintura y de las rodillas. Como consecuencia del accidente, Olímpico ya no pudo seguir ejercitándose, le dolían mucho sus piernas y cintura. Veía con añoranza sus sueños de niño.
“Ahí quedó mi carrera, pensé. Mis deseos de llegar a ser un gran luchador se vinieron abajo”, dice Joel Bernal. “Vengo de una familia en que varias generaciones atrás han tenido un arraigado vicio por el alcohol y yo ya había caído también en esa adicción. Esa fue la causa del accidente. Íbamos tomando, rumbo a Celaya para luchar en un evento organizado allá, pero no llegamos”.
Desde los 8 años, su papá los llevaba a él y a sus hermanos a verlo pelear. “Desde entonces me nació el amor por esa profesión” añade. Su padre, Roy Aguirre, era un buen luchador, pero una vez, Olímpico vio cómo el luchador El Animal (se veía enorme, muy fuerte) le puso una golpiza a su papá. A él le dio tanto coraje ver a su papá derrotado que decidió vengarse de ese luchador gigante. Para lograrlo, a los 12 años entró al Gimnasio Guelatao.
Sin embargo, ahora, después del accidente, dejaba pasar el tiempo, porque aquel deseo de venganza ya se veía muy lejano. Como consecuencia de esas lesiones pasaron 4 años, hasta que un día, se fue al ring, se subió y automáticamente empezó a hacer giros y los movimientos clásicos de luchador y se dio cuenta de que estaba bien, “Dios es grande y misericordioso. Quiso sanarme”, asegura.
“Entonces, sin esperar más, una tarde, le tomé prestado a mi papá su equipo de luchador y me fui al ring de una arena de lucha libre de por la zona cercana, sin que él se diera cuenta. Fue una lucha de gran gusto para mí y en la que resulté ganador. Después, a tomarnos las fotos con los amigos. En cuanto llegué a la casa de mi padre para regresar el equipo que le había tomado, inmediatamente mi padre me regañó. No eran esas las formas de volver a pelear”.
Como buen luchador, su padre lo volvió a entrenar y poco después lo llevó a la Arena México. “Me hicieron exámenes de todo tipo. Me quedé entrenando ahí mismo hasta que se me pudo programar. Fue el 13 de septiembre de 1992 cuando debuté en la Arena México”, recuerda Olímpico. A base de disciplina y de mucha pasión por la lucha libre siguió ascendiendo.
Su máscara se volvía cada vez más atractiva y enigmática. Tenía más fans. Las luchas se multiplicaban de una ciudad a otra. Al grado de que a veces se programaban hasta 5 en un mismo día. Los grandes luchadores de esos tiempos eran El Místico, Atlantis, Doctor Warner y El Último Guerrero, entre otros.
Entonces cuando ya no fue suficiente el alcohol, recurrió a la droga. Se multiplicaron las ganancias, el derroche, las drogas, pero también las deudas, debido a la mala administración del dinero.
Olímpico menciona un acontecimiento clave: En esos días de gran gloria, una vez después de una lucha que tuvo lugar en Zitácuaro, sus amigos y él se iban drogando en el viaje de regreso. Llegando a la casa de su papá vio a un joven desaliñado y con una guitarra que lo saludó. Era su viejo amigo, el Gonzo a quien le pidió que le consiguiera droga.
“Te traigo una droga mucho mejor”, le dijo el Gonzo. Y ahí empezó a tocar alabanzas a Dios. “Esas melodías me llegaron muy hondo, mi corazón se quebrantó y empecé a llorar. Me di cuenta de lo vacía que era mi vida y la falta de sentido y razón para vivir. El Gonzo me explicó que Cristo quería llenar ese vacío de mi corazón, que lo conociera y lo dejara entrar a mi vida porque Él es el Camino, la Verdad y la Vida”, recuerda.
“Yo era la oveja negra de la familia, todos ya habían conocido a Cristo y vivían bien, con sentido y con gozo, así que me propuse ir al día siguiente a la congregación donde asistían todos. Fui al siguiente domingo, me senté en la última banca y escuché al predicador. Me hablaba tan claro, que pensé que mis hermanas habían ido con el chisme sobre mi vida. Pero no, el que me estaba hablando era Dios por medio de él.
Cuando hizo la invitación a recibir a Cristo en el corazón, me levanté de inmediato y fui al frente. Le entregué mi vida al Señor y a partir de ahí comenzó una vida diferente, con gozo y razón de vivir”.
A los 16 años Joel se casó y la pareja tuvo tres hijos. Pero esos primeros años de matrimonio fueron muy difíciles. El consumo de alcohol y drogas, que ya eran rutinarios en su vida, provocaron el divorcio, porque ese matrimonio ya no era funcional.
Cuando conoció a Cristo empezó a estudiar su Palabra y con el paso de los años conoció a una joven viuda. Se casaron y hoy viven en familia con las dos hijas de ella. La pareja tiene una crepería, El Maná, en La Lagunilla, en la esquina de las calles Peralvillo y Jaime Nunó, en donde Joel también da su testimonio de que solamente Jesucristo es el Salvador.
Hoy Joel ve su vida desde otra perspectiva. “En las pruebas y problemas es cuando uno se da cuenta de que tenemos un Dios poderoso y lleno de misericordia y que es fiel, a pesar de que le fallamos. No nos abandona, nos protege y nos dirige. Es claro que Dios tiene un propósito para cada persona pero hay que buscarlo y aceptarlo”.
“No podemos vivir bajo una máscara, con soberbia y misterio”, advierte Joel. “Entre más pronto la perdamos, mejor será. Nuestra fragilidad como seres humanos, encuentra su fuerza solo en Dios a quien le pertenecen la gloria y grandeza”.