La fe y la razón
Encontré uno de los hitos más difíciles con los cuales se encara el cristianismo: la teoría de la evolución
Por Abimael Trujillo Martínez
Desde la más tierna infancia, mi memoria evoca los recuerdos de las enseñanzas religiosas de mis padres, así como también el tiempo que pasé en la Iglesia. Moisés abriendo el mar rojo, los doce discípulos, Daniel en el foso de los leones, Josué y las murallas de Jericó, Adán y Eva, Pablo y sus viajes misioneros, las señales de Jesucristo y muchas historias bíblicas más, conformaron lo que posteriormente se convertiría en mi bagaje cristiano.
A la edad de 7 años, tras haber escuchado muchas veces el mensaje de salvación, tomé una decisión por Jesucristo. Poco a poco las verdades espirituales fueron haciendo mella en mí. Lejos de ser llevado por obligación de mis padres, comencé a mostrar un interés propio por aquellos temas relacionados con la Escritura. Entendí a esa corta edad, que lo importante es una relación personal con Jesús.
No obstante, al crecer y recibir formación escolar, me percaté de que ciertas verdades aprendidas cuando niño, parecían no encajar con la visión del mundo que enseñaban los libros de ciencias e historia. ¿A quién había de creer? Ante esa encrucijada, opté por dar la razón al objeto de mi fe. Sin embargo, ese sería el primero de muchos embates que posteriormente me llevarían lejos de Jesús.
Uno de ellos fue cuando al observar un libro de ciencias naturales, en su cintillo (una franja en la parte inferior que mostraba acontecimientos importantes de manera cronológica) observé la progresiva evolución humana. Tras verla me dije: “tiene sentido”. Había encontrado uno de los hitos más difíciles con los cuales se encara el cristianismo: la teoría de la evolución.
Los siguientes embates surgieron de manera progresiva mientras iba creciendo. Empecé a dudar de la autenticidad de la historia relatada por los evangelios. Las ligeras pinceladas acerca de la historia de la Iglesia, y el surgimiento de la reforma protestante, así como las aparentes contradicciones y en algunos casos malas traducciones de ciertas partes de la Escritura fueron mermando esa fe y confianza que de pequeño deposité en Jesús.
¿Cómo era posible que algo supuestamente divino y sobrenatural pareciera tan humano (es decir, lleno de errores, huecos y pasajes oscuros)? Esa fue una pregunta que rondó mis pensamientos los años siguientes. Cada duda a la cual intentaba encontrar respuesta parecía de manera análoga cavar un hoyo para llenar otro. A la edad aproximada de 15 años decidí no creer más en el Dios de mis padres.
Durante esos años conocí estilos de vida y personas muy diferentes a la que frecuentaba en la Iglesia. A pesar de mi incredulidad, me sensibilicé hacia las causas sociales justas, deseché prejuicios, aprendí a ser tolerante con aquellos que piensan distinto a mí y descubrí que vivo en un mundo convulso, difícil, violento, pero a pesar de ello hay personas que se empeñan en intentar mejorarlo dentro de sus fuerzas y posibilidades humanas.
A su vez surgió también un interés muy profundo por temas científicos, históricos, religiosos en su sentido más amplio y finalmente en aquellos relacionados con la existencia, la muerte, el dolor, la naturaleza humana, etc.
Sin embargo, a pesar de todo ello, no me sentía pleno. Viví en una especie de limbo existencial donde como he señalado, cavaba hoyos para llenar otros.
Tras diversas crisis personales debido a distintos factores como mi desempeño académico, la relación con mis padres y ese sentimiento ya mencionado, llegué a un punto de quiebre. Y en ese momento recordé un pasaje de la Escritura: Moisés frente a Dios. Justo cuando el Altísimo le dice que ha hallado gracia delante de Él y que su faz nunca se apartará de él y el pueblo, el patriarca le dice: “Muéstrame tu gloria”.
Fue el momento clave. Un sinfín de preguntas me invadió, sin embargo, entendí lo que debía hacer. Y por primera vez después de aproximadamente 4 años le dirigí mis palabras al Eterno y le dije: “Muéstrame tu gloria”. Ahora bien, nada sobrenatural sucedió. Los cielos no se abrieron y mucho menos descendieron ángeles cantando en coro melodías gregorianas.
¿Qué sucedió? Entendí. El cristianismo no es una religión, es un proyecto de vida. Jesús no es un mero personaje pseudohistórico, sino el Hijo de Dios amado, cuyo legado de amor y paz transforma la naturaleza humana. ¿Qué mayor gloria se puede pedir a Dios que entender el mensaje de salvación?
Es curioso darse cuenta cómo aquello que buscaba con suma ansia y dedicación casi religiosa siempre estuvo frente a mí. ¿Qué entendí? Que el cristianismo se vive a través de la fe. La razón no es suficiente. Es imprescindible ese salto de fe ya que solo al caer puede encontrarse el tan ansiado fundamento. Ahora bien, ¿Cómo se da ese salto? A través del arrepentimiento.
El arrepentimiento conlleva el reconocimiento de nuestras limitadas capacidades para transformar aquello que somos al reconocer el pecado implícito en nuestro ser. Solo así Jesús se presenta como lo que es: El Salvador. Aquel que te toma de la mano y te saca del más profundo y repugnante fango. El perfecto plan de Dios que a pesar de mi cercanía desde la infancia no logré entender del todo, es muestra de su amor divino, el cual, sobrepasa todo entendimiento.
La fe y la razón no son antagonistas, sino complementarias. Ya que solo en Dios la razón se satisface, y solo en Él, se produce la fe. Si bien, no fui rescatado de los vicios o prácticas más abominables, fui rescatado de mi limitada razón, la cual, lejos de ser un salvavidas al cual asirme en el tormentoso mar de la duda e incertidumbre, añadía a mi ser un peso, el cual me ahogaba cada vez más y más.
Ahora, lejos de esa terrible vorágine, he hallado en Jesús la plenitud que no encontré en ningún otro sitio. Hoy disfruto del gran amor de Dios, el cual me alienta cada día para persistir en el camino de la fe. Un camino que no es el de mis padres, o el de mi Iglesia, sino el de mi vida.
El convencimiento solo surge de una fe genuina. Y una fe genuina solo surge de un corazón arrepentido. Antes titubeé, mi inmadurez me arrastró lejos, mi curiosidad aún más, sin embargo, no todos los frutos maduran bajo el cobijo del árbol que los produce; algunos caen y lejos de las ramas que los sostenían, alcanzan la debida madurez.