El valor de la sumisión

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Pensemos en nuestras propias vidas cuando hacemos hasta lo imposible para controlar a los demás

Por Keila Ochoa Harris 

 “¡Se salió con la suya!” solemos decir cuando un niño comete una travesura sin ser castigado, o cuando un criminal abandona la cárcel sin pagar sentencia. Nos incomoda y enfada la injusticia, quejándonos de los artistas que evaden el fisco o de los ladrones que con una fianza insignificante salen libres. 

Sin embargo, nuestro tema no es la injusticia, sino la sumisión. Los ejemplos antes mencionados son claras muestras de rebeldía. Y lo opuesto a la rebeldía es la sumisión. Este tema ha sido muy malinterpretado, inclusive se le ha usado para cometer toda clase de abusos. Por eso en primer lugar mencionaré cuatro cosas que la sumisión no es: 

Primero, no significa que seamos tapete de nadie. No deben los demás pisotearnos, machacarnos, ni lastimarnos sin ton ni son. Estaríamos negando el valor que Dios nos ha dado como sus hijos.  

Si aún no somos hijos de Dios, Cristo en su amor ha decidido pagar el precio para que lo seamos, muriendo por nosotros en la cruz. Él desea adoptarnos en su familia. Si aceptamos este regalo, Jesús cumplirá su promesa, haciéndonos sus hijos y dándonos su Espíritu. Esta vida en Cristo es la que nos da valor, y por eso no debemos funcionar como trapeador de los demás. 

La sumisión tampoco quiere decir que seamos hipócritas y digamos siempre: “Lo que tú quieras, mi vida”. Cansan mucho las personas que desean complacer a todos y en todo. El principal problema de esta postura es volvernos tan predecibles que los demás dejan de preguntar nuestra opinión. Ya saben la respuesta: “Lo que tú quieras”. Pero en el fondo, esta es una posición falsa para ganar ventaja, hacernos los mártires o lisonjear a los demás. Realmente no es sumisión. 

Ser dependiente es un tercer camino equivocado. Si permitimos que todos decidan por nosotros, fingiendo ser sumisos, nos volvemos irresponsables. Nunca será nuestra culpa, ya que solo hacemos lo que nos piden. Pero en un momento dado las cosas se volverán en nuestra contra y aquellos con quienes convivimos nos culparán, precisamente por la falta de decisión. 

Por último, manipular no es sumisión. Las mujeres somos expertas en reconocer las debilidades de los demás, principalmente de los hombres, y sabemos que con unas lágrimas de cocodrilo, unos ojitos o un pucherito, derretiremos al jefe, al esposo, al padre o al amigo y conseguiremos nuestra voluntad. 

Todo lo anterior no es sumisión porque resulta contrario a la verdadera definición de esta palabra que encierra muchos conceptos, pero que se puede resumir de esta manera: “Sumisión es quitarnos el peso de no tener que salirnos con la nuestra”. 

Fijémonos bien que la rebeldía produce caos. Por ejemplo, en el matrimonio vienen muchos problemas por falta de sumisión. Las dos partes desean hacer su voluntad, y cuando estas se oponen, aparece el conflicto.  

Si nos sometemos, nos quitamos un peso de encima. Debemos analizar los extremos a los que somos capaces de llegar con tal de que se haga lo que queremos. Podemos comprar a la gente, esforzarnos en halagar a otros e inventar miles de estrategias para ir debilitando al otro hasta convencerlo. 

¡Cuánto trabajo! Por ejemplo, si un niño crece con la idea de que merece salirse con la suya, no nos sorprenderá el escándalo que arma en un centro comercial porque mamá dijo que no le compraría el juguete. ¡Cuánto agotamiento de una criaturita de cinco años que patalea y grita todo por querer hacer su voluntad! Hace casi el mismo desgaste físico que si hubiera ido a patinar, pero está dañando sus emociones y logrando estresar a su madre. 

Y así como nos enfada atestiguar dichos espectáculos, pensemos en nuestras propias vidas cuando hacemos hasta lo imposible para controlar a los demás.  

A continuación sugerimos tres ventajas que surgen de la sumisión.

1) Nos damos cuenta de lo que realmente importa. 

En la Biblia leemos de un hombre rebelde. Se llamaba Coré, y levantó en contra de Moisés a más de 250 varones. ¿Su queja? En Números 16 se nos explica que deseaba el sacerdocio. Lo interesante del caso es que Coré ya pertenecía a la selecta familia de Leví, y aún más, al clan de Coat, encargados de transportar los muebles más sagrados del tabernáculo. Pero al no someterse, perdió todo, inclusive la vida, y arrastró con él a más de 14 mil personas.

Eso pasa con la rebelión. Desafortunadamente no es una acción individual, sino que contamina a otros y los destruye en el proceso. Pongámonos a pensar en la causa de muchos conflictos. La mayoría no son trascendentales. Por ejemplo, en los matrimonios la esposa se enoja porque el marido no cierra bien la pasta de dientes, o en la Iglesia el grupo femenil discute por el menú de algún evento o nos peleamos por el color de la pared del salón. 

¿Es todo esto importante? ¡No! Lo único eterno es la Palabra de Dios y los seres humanos. Las cosas materiales, los colores, la comida, en suma, lo temporal, pasa a segundo plano, y la sumisión nos ayuda a identificar lo que es vital. 

Regresando al tema de los niños, pensemos en lo importante que es enseñarles el valor de la sumisión. Desde la cuna aprendemos que para obtener lo que deseamos podemos valernos de diversas tácticas como llorar o gritar. Al ir creciendo perfeccionamos nuestras técnicas hasta la adolescencia donde nos volvemos expertos. Pero si hemos crecido con la idea de sumisión, comprenderemos que el hecho de que los padres nos prohíban ir a ciertos lugares es por nuestro bien.  

¿Y cómo enseñar la sumisión? ¡Poniéndola en práctica! Pensemos en una niña que le pide a su mamá que juegue con ella. La mamá se ve frente a dos alternativas: Beber té imaginario en una tacita de juguete o ver su telenovela. ¿Qué implica salirse con la suya? Negarse a la petición de su hija y sentarse a llenar su mente de tonterías. ¿Con qué autoridad le exigirá a su hija más adelante que no piense en sí misma sino en los demás? Además, si se quita el peso de su capricho, recibirá más de lo que da. ¡No se puede comparar una hora de televisión con una hora de compañerismo! 

2) Las personas adquieren valor. 

Cuando nos rebelamos, cuando alguien se opone a nuestros deseos, aquel individuo se vuelve nuestro enemigo. Y aún más, se magnifican sus defectos. En el ejemplo bíblico antes mencionado, Coré y sus seguidores criticaron a Moisés diciendo que solo los había sacado de Egipto para hacerlos morir en el desierto. Despreciaron al gran líder que Dios les había dado. ¡Cuántos no daríamos nuestro voto si Moisés se propusiera de presidente! Era manso, paciente, bondadoso, sabio y justo. ¿Qué más se puede pedir? 

Lo mismo ocurre en nuestras vidas. La distorsión que experimentamos por ser rebeldes nos hace ver en nuestros padres unos tiranos, en nuestro jefe un dictador y en nuestro maestro un verdugo.  

En el matrimonio cuando la esposa se rebela o no se somete, ve al marido como al ser más detestable del planeta. Pero por algo se casó con él, ¿no? Algo bueno la cautivó para dar el sí. ¿Por qué ahora solo se fija en sus mil y un defectos? ¿No será porque está siendo rebelde? 

Curiosamente, en la Biblia se le ordena a la mujer, no al hombre, someterse. ¿La razón? Dios nos creó y nos conoce. A las damas nos cuesta más la sumisión, porque ¡nos encanta que se haga nuestra voluntad! ¡Y cuántas bendiciones nos perdemos al rebelarnos! 

A lo mejor nos defendemos alegando que nadie conoce a nuestro esposo como nosotras. Pero Dios se especializa en casos difíciles. ¿Votaríamos por un asesino, tartamudo y engreído? Así era Moisés y el Señor lo eligió para sacar a su pueblo de Egipto. Si nuestro esposo es cruel, el Creador puede convertirlo en un hombre tan tierno como una nana. Lo hizo con Pablo, quien antes de rendirse a Cristo arrastraba a las mujeres fuera de sus casas para meterlas en la cárcel. ¿Vives con un monstruo? Ora por él. Dios lo puede regenerar. 

3) La felicidad no depende de conseguir lo que queremos. 

El mundo nos vende (vende, no regala) salud y felicidad a cambio de nuestro dinero. Nos promete lo máximo si contamos con ciertas posesiones materiales y si nos comportamos de cierta manera. Pero al paso de los años nos damos cuenta de que nada de eso satisface. 

En cambio, la sumisión nos enseña que cumplir nuestros caprichos no da alegría. Luchamos por salirnos con la nuestra y cuando finalmente la conseguimos, nos sentimos vacíos. Lo que sucede es que la felicidad en términos bíblicos se resume en una palabra: Santidad. Si no somos hijos de Dios, no nos sentiremos plenos hasta no reconocer a Cristo como nuestro Salvador. Si somos sus hijos, el gozo más puro viene en obedecerle, no en lograr nuestros caprichos. 

¿A quién debemos someternos entonces? La Biblia es clara. A nuestras autoridades, a nuestro esposo, a nuestros jefes en el empleo, a nuestros padres antes de casarnos, a otros cristianos y más importante, a Dios mismo. Así las cosas mejorarán. Arranquémonos ese bulto de rebeldía que traemos en la espalda y que tanto nos fatiga. Dejemos de buscar nuestra voluntad; la del Señor es muy superior a la nuestra. 

Si así lo hacemos, será sencillo enfrentar cualquier situación. ¿Existe un límite en la sujeción a las autoridades o a otras personas? Sí. Cuando someternos implica desobedecer a Dios, debemos detenernos, pero no es sabio tomar esa decisión por nuestras propias fuerzas. Busquemos a personas sabias, de reconocido testimonio, confianza y experiencia y expongamos nuestro caso. 

¿No es maravillosa la sumisión? ¿No es hermoso caminar sin ese peso a cuestas? ¿No es increíble dejar de luchar por nuestros propios caprichos y en cambio alegrar a nuestro Dios, nuestra familia y a los que nos rodean? 

¡Sometámonos! Dios ha dado hermosas promesas a los que lo hacen. No debemos perderlas.

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