El gran bordado

La obra primorosa de mi abuelita es una herencia para mi familia que no tiene precio

Por Diana Garrett del Río 

El regalo venía en una antigua caja de madera labrada y pintada a mano, que después supe había pertenecido a mi bisabuela. Al abrir la tapa y oler el delicioso aroma de la madera, lo que vieron mis ojos fueron lo que parecían lombrices grises y cajitas llenas de chaquira de colores. Hasta el fondo había una tela roja tipo franela con algunas marcas negras.  

Mis ojos llenos de preguntas voltearon hacia arriba y me encontré con la mirada tierna y llena de deleite de mi abuelita. “Este regalo va a implicar mucho trabajo,” me explicó. “Es una falda de China Poblana”.  

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Levantó todo lo demás para poder sacar la franela. Cuando la desdobló, ¡qué maravilla! Una franja de flores y mariposas bordeaba la parte inferior con un destellar de colores resplandecientes, un magnífico trabajo de bordado utilizando lentejuelas de todos los tonos del arco iris.  

Pero solo se había terminado la franja inferior. Una gran extensión de franela estaba vacía con solo pequeños flecos negros marcados en la expansión escarlata. Unos cinco metros de largo por uno de alto, un proyecto apenas comenzado. 

“Bordé estas lentejuelas cuando tu madre era niña,” me explicó, señalando las deslumbrantes mariposas, “pero nunca la terminé. Ahora nos toca a nosotras hacerlo. Por eso te dije que va implicar mucho trabajo”. 

El asombro y el gusto por tan impresionante regalo me invadieron. Todo lo necesario para terminar el proyecto estaba ahí. Esas lombrices eran fajones de lentejuelas auténticas de metal que pesaban en la mano, mil lentejuelas en cada fajón. No sé cuántos fajones había, pero parecían cientos ante mis ojos todavía infantiles.  

Las agujas eran tan delgadas que parecían segmentos tiesos de hilo plateado; solo así podían atravesar el hoyito diminuto de la chaquira para sujetar cada lentejuela en su lugar. 

Los festejos de Navidad todavía no habían terminado, cuando el proyecto se sacó y se extendió sobre la mesa del comedor. ¿Cómo le haríamos? Mi mamá, mi abuelita, mi abuelito y hasta mi papá, tuvieron su opinión. 

Había que hacer el escudo de México, un águila parada sobre un nopal devorando una serpiente. ¿Y del otro lado? ¿Qué diseño sería apropiado para el otro lado? Un sombrero de charro, se decidió, formado de hermosas lentejuelas azules iridiscentes, con sus figuras integradas en color oro y plata.  

Con cuidado mi mamá trazó las figuras principales sobre la franela. Y luego, ¡a trabajar! Con una meticulosidad sin límite cada lentejuela se colocaba en el lugar exacto de tal manera que encajaban una con otra sin dejar un solo punto visible de la tela roja.  

Se veía igual que las células de una hoja de árbol bajo un microscopio. Nadie tenía prisa. La expansión de tela permitía que trabajáramos varios a la vez, tres generaciones hilando nuestras vidas juntas. Pero nadie trabajaba más que mi abuelita. Sus manos fueron creando esa águila y ese sombrero con la paciencia de un artista.  

Para mis manos más torpes se asignó el trabajo de rellenar los espacios con cientos y miles de lentejuelas esparcidas en un patrón definido con colores especiales. Era feliz trabajando al lado de mi abuelita, quien pacientemente me hizo descoser y volver a hilar más de una vez. 

Parecía que teníamos todo el tiempo del mundo para terminarlo. Unos cinco años más tarde se bordó la última lentejuela, y la obra maestra se extendió para que todos la pudiéramos contemplar.  

Nos tomamos fotos junto a ella, una enorme tela con un águila y un sombrero tan bien hecho que parecía flotar en el espacio delante de la tela. Mi vestido de China Poblana, regalo de Navidad que había iniciado mi abuela hacía unos 30 años, cuando mi mamá todavía era una niña.  

Cuando terminamos, yo ya era casi mayor de edad. Unos meses más tarde, mi abuelita falleció de cáncer, dejando para siempre impresos en una franela roja miles de horas de amor y afecto compartido. Yo nunca me puse el vestido, pero las nietas de mi madre sí, un legado de amor que ellas jamás podrán entender en toda su magnitud. 

Al pensar en este incomparable traje de China Poblana, una herencia de mi abuelita para sus descendientes en la que participamos varias generaciones, pienso en la obra maestra de Dios y su salvación. En repetidas ocasiones la Escritura se refiere a Dios como el gran Bordador, el Creador, el que teje. El Salmo 139 dice que el Señor entreteje a cada embrión en el vientre de su madre.  

Cuando Dios se declara a sí mismo como nuestro Sanador utiliza una palabra que significa: "Aquel que con pequeñas y finísimas puntadas restaura una tela hecha jirones". 

Nuestro Señor miró el mundo hecho jirones y supo que Él era el único capaz de remendarlo. Inició un proyecto de Salvación, que tardaría muchas generaciones en terminarse, en el que participarían muchos, pero ninguno más que Él, pagando el precio más alto de todos.  

Crear el universo y todo lo que existe le tomó siete días; en cambio este Gran bordado de salvación se extiende a través de milenios. 

La primera mención de lo que había pensado hacer está en Génesis, “Pondré enemistad entre tú y la mujer, y entre tu simiente y la simiente suya; ésta te herirá en la cabeza, y tú le herirás en el calcañar”. En el mismo momento en que el pecado desgarró a la humanidad y al mundo con ella, nuestro Señor ideó un plan.  

El primero al que le reveló lo que quería hacer era a Abraham, su amigo. “Haré de ti una nación grande”, le prometió “y te bendeciré, y engrandeceré tu nombre, y serás bendición. Bendeciré a los que te bendijeren, y a los que te maldijeren maldeciré; y serán benditas en ti todas las familias de la tierra”. 

Dios le entregó a Abraham en ese momento, como hizo mi abuelita en la antigua caja labrada aquella Navidad, todo lo que se iba a necesitar para hilar su Salvación. Abraham le creyó a Dios, nos dice la Escritura, y en obediencia empezó a hilar con el Señor las primeras puntadas de este proyecto, pero jamás le fue posible entender la magnitud de lo que Dios había iniciado con él.  

A lo largo de los siglos aquella caja fue pasada de generación en generación y a través de los fieles, nuestro Señor fue tejiendo su Gran Bordado. Participaron Moisés, Josué, David, Salomón, los jueces y los profetas, por mencionar algunos. También mujeres como Rut, Débora y María. Algunos fallaron, pero el Señor ha ido pacientemente remendando, sanando cada puntada y colocándola en su lugar correcto. 

Muchas generaciones y naciones contribuyeron, pero la obra siempre perteneció al Señor y nadie hizo más que Él. En la persona de Jesucristo, su venida a la tierra, su muerte y resurrección, Dios imprimió su obra de Salvación sobre el tejido de las edades de tal manera que es la figura central. Todo señala hacia Él, y sin Él lo demás no tiene sentido. 

Ahora el Señor nos sigue invitando a participar en la tarea, tejiendo pacientemente en el tramo que nos toca. Él sigue trabajando sin cansarse, día a día, entrelazando al lado de nosotros, mostrándonos el camino, paciente y amorosamente corrigiendo nuestros errores.  

La Escritura nos dice en el libro de Hebreos que tenemos a nuestro alrededor una gran nube de testigos, aquellos que ya han bordado su parte y ahora ven cómo completamos la nuestra. Estos testigos no recibieron lo prometido sino que esperan para que todos celebremos juntos cuando el último hilo sea puesto en su lugar.  

La obra primorosa de mi abuelita creada a través de varias generaciones es una herencia para mi familia que no tiene precio. ¡Cuánto más preciosa es la Obra Maestra de Redención de nuestro Señor para darnos Vida Eterna!

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