El soldado francés que tomó el lugar de mi abuelo

soldado.jpg

Relatado en el libro Historia de un gran amor

Por Beatriz Espinoza de Zapata.

Mi abuelo paterno prestó por varios años sus servicios en el ejército mexicano participando activamente en las guerras de Reforma y de la intervención francesa con el grado de Capitán Primero. En una redada lo tomaron preso y lo metieron a una oscura y sucia celda. Sucedió en el norte de México cerca del Puerto de Tampico. Su familia vivía a unos 200 kilómetros. El clima era inclemente, con un calor insoportable y mi abuelo presentía su muerte por deshidratación.

El ejército francés peleó por todo el país, sobre todo en los estados del norte y era reconocido como una armada cruel y sanguinaria. Para colmo, la disciplina y el entrenamiento militar mexicano no eran precisamente de lo mejor.

Un día, un soldado francés se acercó a la celda que ocupaba mi abuelo. A pesar de su poco castellano lograron comunicarse bien. De vez en cuando el francés le hacía preguntas personales acerca de su familia, su ciudad natal y su cultura en general. Una extraña cercanía.

Después de varios meses ocurrió algo todavía más sorprendente. El soldado francés entró a la celda, se sentó junto al catre del abuelo y le pidió que escuchara bien lo que iba a decirle. Sacó de su camisa un librito pequeño, el Nuevo Testamento y le empezó a explicar cómo Dios creó al mundo, la entrada del pecado y la posición espiritual tan peligrosa en que mi abuelo se encontraba si no abría su corazón a Cristo.

Al terminar su explicación le propuso algo completamente fuera de todo entendimiento. Le dijo: “Alejo, si tú estás dispuesto a leer y obedecer este libro yo estoy dispuesto a hacer algo por ti. Yo sé que ya hay órdenes de fusilar a todos los soldados que están en este lugar.  Voy a proveerte a ti la oportunidad de huir. Yo tomaré tu lugar. Si Dios no quiere que yo muera, Él permitirá que el capitán me perdone y me deje con vida. Si no, moriré feliz sabiendo que pude compartir con alguien en México la verdad del Evangelio de Cristo Jesús. Eres responsable de recibir este librito, obedecerlo y darlo a conocer”.

Mi abuelo le creyó. Vistiendo el uniforme del soldado francés, salió corriendo del cuartel. Nadie lo detuvo. Corrió por muchos kilómetros hasta que puso distancia suficiente para descansar. En la selva tamaulipeca, entre los árboles y casi muerto de sed, cansancio y hambre, se detuvo, se tiró al suelo y abrió el librito que el francés le había dado, leyendo donde le había indicado en el Evangelio de Juan.

Al despertar supo que algo en su interior había cambiado. Decidió hablarle a Dios como decía “ese señor Juan que había escrito el librito”. Le explicó por primera vez en su vida que él no entendía nada, pero que de todos modos estaba agradecido por estar libre, y le pedía a Dios que le hiciera entender de alguna manera lo que estaba pasando en su ser.

Mi abuelo Alejo era un capitán del ejército, rudo, mal hablado y matón. Ese era su entrenamiento, pero ahora era una nueva criatura en Cristo Jesús. Encontró enseñanza y crecimiento espiritual en Ciudad Jiménez, una comunidad pequeña y bella perdida en las montañas. Muy pronto su esposa, mamá Manuelita, y sus nueve hijos aceptaron a Cristo con fervor y pasión.

Al décimo hijo le pusieron el nombre del Soldado francés Edelmiro Juan. Ese fue mi padre, fundador del Instituto Evangelístico de México (IEM) uno de los más grandes evangelistas y pastores de su época (1915 a 1960). Su hijo Héctor Espinoza Treviño, mi hermano, llegó a ser director del IEM, y un excelente predicador, antes de morir prematuramente en un accidente de carretera en México.

El mayor de nuestra familia, H. O. Espinoza, fue un importante líder de la Iglesia del Nazareno en el sur de los Estados Unidos. El menor, Samuel, es pastor de la Iglesia Metodista Unida del vecino país del Norte. Los hijos de todos nosotros son fieles creyentes sirviendo en sus Iglesias, algunos hasta como escritores, consejeros, misioneros y predicadores.

En cuanto a Alejo, finalmente decidió abandonar el ejército y unirse a las filas de evangelistas y pastores. Allá por el año 1867, se convirtió en el segundo ministro presbiteriano de México. ¡Todo por el testimonio de un soldado francés!

Anterior
Anterior

Conquistados por el amor

Siguiente
Siguiente

La intervención de Dios en la historia