El perdón, un mejor camino
El deseo de venganza nos lleva a buscar la justicia por nuestros propios medios
Cuatro aspectos importantes que debemos saber acerca del perdón.
“Deseo que le pasen cosas malas, que tenga una enfermedad incurable, que su esposo y sus hijos la abandonen y que todos la desprecien”, escuché a una mujer decir en una reunión.
La vida cambia de forma radical cuando nos traicionan personas en las que confiamos. Dependiendo de nuestro carácter y del daño sufrido nos volvemos iracundos, amargados, resentidos y vengativos. Mostramos durante cierto tiempo el lado más oscuro de nuestro ser.
Podemos continuar por ese camino pero hay uno mejor: el perdón. Consideremos las opciones.
La justicia para otros y la misericordia y el perdón para mí.
Cuando somos la víctima del pecado, exigimos justicia. Queremos que Dios castigue a los malvados y nos llenamos de amargura contra ellos. Pero cuando nosotros pecamos queremos misericordia al esperar que el Señor nos muestre su perdón por juzgar, deshonrar u odiar. ¿No es esto contradictorio?
“¿Por qué no llegar al punto de decir: ‘Señor, perdono a estas personas por todo’ y dejar nuestros reclamos de justicia y restitución? Dejamos las injusticias al pie de la cruz, y entonces la gracia y la misericordia de Jesús pueden fluir a nuestras vidas. Entonces el amor cubrirá multitud de pecados (1 Pedro 4:8)”.
Nuestra lucha no es contra la persona.
Durante el periodo de falta de perdón, luchamos contra quien nos causó el daño, tal vez deseando lo peor o buscando formas de causar su ruina. Pensamos constantemente en la persona y nos volvemos esclavos de ella. No somos libres ni felices y perdemos nuestra paz.
Desconocemos que nuestra batalla no es contra la persona, sino contra aquel que la maneja. “Porque no tenemos lucha contra sangre y carne, sino contra principados, contra potestades, contra los gobernadores de las tinieblas de este siglo, contra huestes espirituales de maldad en las regiones celestes” (Efesios 6:12, RVR1960).
Las armas con las que debemos luchar.
El deseo de venganza nos lleva a buscar la justicia por nuestros propios medios. Queremos que paguen por lo que nos hicieron, sin saber que nosotros mismos nos estamos causando daño. Poco a poco vamos perdiendo la libertad que tenemos en Cristo y nos encerramos en una cárcel de malos pensamientos y pecado.
La oración y el ayuno son nuestros instrumentos de lucha: “Porque las armas de nuestra milicia no son carnales, sino poderosas en Dios para la destrucción de fortalezas” (2 Corintios 10:4 RVR1960).
El perdón es la llave para ser libre.
El prisionero siempre desea salir de su celda. No conozco a nadie que no anhele su libertad. Al perdonar no solo liberamos a la persona que nos dañó, sino también a nosotros mismos. Esta es la única manera de salir de la prisión de la amargura.
Tomemos en cuenta que: “El Señor ha venido a libertar a los cautivos, a vendar a los quebrantados de corazón, a abrir las puertas de la cárcel (Isaías 61:1). Él ha venido a hacer esto, no solo por mí, sino por todos nosotros”.
Cuando Jesús le enseñó a orar a sus discípulos les advirtió: “Porque, si perdonan a otros sus ofensas, también los perdonará a ustedes su Padre celestial” (Mateo 6:14, NVI).
La falta de perdón nos encarcela en actitudes que nos dañan a nosotros y a los que amamos. El perdón libera y trae recompensa. La decisión es nuestra.
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