A pesar de todos mis errores, Él siempre estuvo ahí
Lejos de ser la familia perfecta, somos un ejemplo continuo de restauración
Por Yaribel García Miranda
En pocos meses pasé de los libros al cambio de pañales y de entregar trabajos semestrales, a preparar biberones. Entre mis brazos sostenía a una hermosa bebé de pelo abundante, pero con un aparato digestivo tan delicado, que por tres meses no me permitió conciliar el sueño y me llevó a verlo todo como un castigo divino, por haber adelantado mis tiempos.
El oficio de mamá lo empecé de pronto. Quedé embarazada a los veintiún años, a tres materias de concluir la carrera de Ciencias de la Comunicación. Me casé por el civil cuando tenía cinco meses de gestación. Resultó difícil dar la noticia a nuestros padres. Mis suegros la aceptaron tristes, pero con resignación.
Cuando me fueron a “pedir”, mi mamá de manera reiterada se justificaba ante mi ahora esposo y mis futuros suegros: “ella no sabe hacer nada, solo está acostumbrada a los libros”.
Mi padre lleno de enojo y orgullo procuraba entorpecer la unión. Aprovechaba cada minuto para recordarme mi error, trataba de persuadirme para que no me casara y que terminara la carrera sola, sin compromisos. No podía creer que su hija, involucrada en las “cosas de Dios” se hubiera equivocado así.
En mi familia, la orden enérgica de asistir a la iglesia evangélica provenía de mi papá, a pesar de que él solo se congregaba dos veces al año. Mi mamá, católica de nacimiento, cuando se juntó con él, tuvo que aceptar “su religión”. Aunque renuente, era ella la que nos llevaba a la escuela dominical. Yo, por mi parte, me sentía feliz y privilegiada de asistir. Desde pequeña de alguna forma sabía que pertenecía a ese lugar, que ese era mi hogar.
Más adelante en mis años de adolescencia me volví mal hablada y rebelde. En casa siempre había gritos, peleas y discusiones. Mamá Gelus, la abuelita de mi papá, no cesaba de orar por nosotros; insistía en que nos congregáramos. Al entrar al bachillerato intenté alejarme de Dios, pero esta vez Gelus no desistió. Me presentó con la líder de jóvenes quien me recibió con calidez. A partir de ese momento hice un compromiso con Dios. Estaba de nuevo en casa.
Me involucré en las actividades de los jóvenes, era maestra de niños, participaba con las mujeres y en eventos anuales. A los diecisiete años me bauticé, lo cual no fue bien recibido por mis padres.
Ahí conocí al que hoy es mi esposo. Fuimos novios por cinco años y resultamos embarazados. Me sentía muy decepcionada. No dudo que el pastor de la iglesia y otros amigos con quienes compartimos sueños y ministerio también lo estaban. Hubo juicios y señalamientos. Tuvimos que dejar nuestras actividades ministeriales.
La culpa, la frustración, el miedo y las limitantes económicas nos llevaron a alejarnos de Dios y a tener una constante lucha de poder en nuestro matrimonio. Comenzamos a herirnos y a encerrarnos en nuestros propios problemas.
En una de esas crisis, le pedí perdón a Dios y le dije que aunque yo había perdido mi oportunidad de hacer bien las cosas, quería que mis hijos lo conocieran y obedecieran. Ya teníamos un segundo bebé. Me comprometí a no faltar a la enseñanza bíblica con mi niños. Aunque sentía que quizá Dios se había olvidado de mí, me mantuve firme en mi decisión.
Mi esposo se alejó, lo que incrementó las peleas entre nosotros. Su trabajo lo absorbía y yo sentía que él prefería estar lejos de casa para evitar discusiones. Seguíamos creyendo que todo lo que nos pasaba era un castigo divino. Muchos daban por perdido nuestro matrimonio.
Recibimos una invitación a la iglesia Mundo de Fe, donde actualmente nos congregamos y servimos. Allí conocimos a un matrimonio que nos guió por un proceso de sanidad y reconciliación. Nos pulieron de tal manera que logramos dejar la culpa, frustración y autocompasión. En vez de eso, decidimos enfocarnos en mostrarle a Dios nuestro agradecimiento.
Pude tratar a mi esposo con la misma gracia inmerecida que Dios me ha dado en cada etapa de mi vida, a pesar de mis errores. Empecé a verlo con respeto, admiración y amor. Dios sanó nuestros corazones y rescató nuestro matrimonio.
Gracias al apoyo de mi esposo y de mi mamá, aunado a la comprensión de mis hijos, pude titularme. Me desarrollé profesionalmente y logramos tener estabilidad económica. En la actualidad tenemos una empresa familiar. Incluso hemos viajado, lo cual era un sueño que creíamos muy lejano.
Lejos de ser la familia perfecta, somos un ejemplo continuo de restauración. Estoy convencida de que esa pequeña que hace veintidós años sostuve en mis inexpertas manos y mi hijo, estaban en los planes de Dios.
Ambos ahora son ahora universitarios. Ella estudia Comunicación y él Derecho. Aman a Dios y nuestra familia vive en armonía.
Nunca pensé llegar a ver un cuadro familiar como este. Sumidos en nuestras culpas y errores, no podíamos alcanzar a vislumbrar lo que Dios tenía planeado para nosotros. Nunca imaginamos que nuestra familia imperfecta fuera útil a los propósitos del Señor. Hoy, somos un vivo ejemplo de su amor, perdón y renovación.
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